miércoles, 22 de octubre de 2014

Características de la lengua oral

Los textos disponen de dos canales o posibilidades de representación. Distinguimos entre textos orales (los que se producen entre el hablante y el oyente) y textos escritos (los que se establecen entre escritor y lector).
En ocasiones, se ha querido ver la lengua escrita como una transcripción o reflejo de la lengua oral: indudablemente en muchos aspectos así es. Sin embargo, cuando usamos la comunicación oral lo hacemos en situaciones específicas y distintas a cuando usamos la escrita. Estas diferencias situacionales obligan a utilizar diferentes mecanismos de producción de mensajes en una y en otra. De hecho, las diferencias son tantas y de tal complejidad, que aprender la lengua escrita representa un intenso y prolongado esfuerzo para el hablante, casi tanto como aprender otra lengua.

1. Diferencias entre lengua oral y lengua escrita
Suele admitirse que la lengua oral y la lengua escrita sirven, en general, para funciones muy diferentes. Sin excluir otras posibilidades, se puede afirmar que la función básica de la lengua oral en las colectividades que conocen la escritura es establecer y mantener relaciones sociales cotidianas. La lengua escrita queda reservada, más bien, a la transmisión de información elaborada.
Por otra parte, la lengua escrita consigue la comunicación a través del tiempo, por lo que posee una función de almacenaje que le permite permanecer. La lengua oral, por el contrario, es utilizada de forma esencialmente transitoria, para la comunicación inmediata.
Recordemos que el hablante y el escritor se enfrentan a ventajas e inconvenientes a la hora de comunicarse con sus respectivos receptores: el hablante dispone de apoyos valiosos -como los gestos, las posturas o la entonación- para subrayar los mensajes verbales; y, sin embargo, está sometido a la presión de una comunicación rápida. Esta premura obliga a la improvisación y aumenta considerablemente el riesgo de error. El escritor, en cambio, goza del sosiego necesario para la selección de los recursos expresivos que emplea, aunque como contrapartida ha de redactar sin los refuerzos -cinésicos o proxémicos- de que disfruta el hablante.
Las condiciones descritas permiten distinguir algunas de las diferencias formales de cada variedad.
La lengua oral se caracteriza por lo siguiente:
- Mayor empleo de elementos extralingüísticos (gesto, tono, velocidad de dicción, colocación de los interlocutores).
- Vocabulario restringido y uso frecuente de "palabras-baúl" o proformas léxicas (cosa, hecho), así como el reiterado uso de marcadores discursivos tópicos (bien, creo, ¿sabes?, o sea).
- Mayor uso de palabras con valor deíctico, que sirven para indicar referencias espaciales: aquí, allí, esto).
- Sintaxis poco estructurada (oraciones incompletas, escasa subordinación, cambios del orden oracional, repeticiones de estructuras).
La lengua escrita presenta:
- Escasa presencia de elementos extralingüísticos (sólo aparece el paralenguaje).
- Mejor selección de léxico (variado y apropiado). Más diversidad también en el uso de los marcadores discursivos (que, mientras, mejor dicho, volviendo a lo de antes).
- Sintaxis estructurada (oraciones completas, abundante subordinación, concentración de la información, tendencia a respetar el orden lógico y gramatical).

2. Factores de la oralidad: rasgos suprasegmentales

Hemos mencionado los recursos extralingüísticos de que se vale el hablante en la comunicación. Gestos, posturas, velocidad de dicción, énfasis entonativos, etc., constituyen factores relevantes en el proceso comunicativo; no obstante, resulta difícil tenerlos en cuenta cuando se analizan los discursos, ya que su transcripción a la lengua escrita es casi imposible.
Pero hay ciertos rasgos característicos de la oralidad que sí son representables en la escritura y que, además, desempeñan un destacado papel lingüístico. Nos referimos a los rasgos suprasegmentales: el acento y la entonación. Ambos funcionan como rasgos distintivos, pues sirven para distinguir palabras o enunciados; y como elementos de cohesión, que mantienen unidos los segmentos sobre los que actúan.

 El acento 
En castellano, el acento es la mayor intensidad o la mayor fuerza de voz con que se pronuncia una sílaba dentro de una palabra. Esta intensidad espiratoria recae sobre la vocal de la sílaba, que se denomina tónica frente a las vocales inacentuadas o átonas.
El acento posee entidad lingüística. Es un rasgo distintivo que sirve para diferenciar palabras: de no ser por él, se confundirían algunas de ellas (púlpito/pulpito, pálpito/palpitó). Por esta razón, el acento debe representarse en la escritura mediante la tilde acentual, cuya presencia (o ausencia) determina la correcta pronunciación de las palabras.

 La entonación 
El tono es una cualidad acústica que se define como el número de vibraciones por segundo que origina un sonido. Se puede distinguir entre tono grave y tono agudo. El agudo presenta más vibraciones por segundo que el grave.
La sucesión de tonos en las emisiones orales de los hablantes da lugar a la entonación, o línea melódica. Ésta puede admitir variaciones individuales entre los usuarios, pero mantiene en cada enunciado rasgos constantes, que, por ser distintivos, influyen decisivamente en su significado.
A partir de la entonación normal, o línea melódica ideal no afectada por variaciones tonales, distinguimos en castellano tres curvas de entonación básicas que actúan como moldes musicales en los que engarzamos las oraciones para que adquieran su significado definitivo:
1) Entonación enunciativa.
2) Entonación interrogativa.
3) Entonación exclamativa.

viernes, 3 de octubre de 2014

Modernismo: Raíces históricas, sociales y literarias

1. El espíritu modernista
En fecha tan temprana como 1902, un joven crítico, E. L. Chavarri, veía tras el Modernismo una reacción contra el espíritu utilitario de la época y un ansia de liberación frente a un industrialismo que lesionaba al hombre. Tales afirmaciones nos invitan a situar el Modernismo en su momento, en aquella crisis universal de la que habla Onís. En efecto, la crítica actual incide en ver, en las raíces de esta literatura, un profundo desacuerdo con las formas de vida de la civilización burguesa.
En Hispanoamérica, cuna del Modernismo literario por antonomasia, la pequeña burguesía se ha visto frenada y postergada por una oligarquía aliada con el naciente imperialismo norteamericano. Y en España, las mismas clases medias se encuentran en situación análoga, dominadas por el bloque oligárquico dominante.
Pues bien, es explicable que el escritor que procede de esas clases pequeño-burguesas traduzca su malestar de aquel sector social, y que exprese de múltiples modos su oposición o su alejamiento de un sistema social en el que no se siente a gusto. Del mismo Rubén Darío son estas palabras tan significativas:

Yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer.


José Martí
1853 - 1895
Se produce así la crisis de la conciencia burguesa. Y de ello deriva la actitud modernista de que hablaba Juan Ramón Jiménez. O más bien, las actitudes, pues caben varias facetas del mismo malestar. Así, cabe la franca rebeldía política, de la que es ejemplo eminente el escritor y revolucionario cubano José Martí. Parecida es la postura que adoptaron los jóvenes del 98 en España. Sin embargo, es evidentemente más característica la de aquellos escritores que, aun adoptando, a veces, posturas comprometidas como hombres, manifiestan literariamente su repulsa de la sociedad por las vías de un aislamiento aristocrático y de un refinamiento estético, acompañados no pocas veces por actitudes inconformistas como la bohemia, el dandismo y ciertas conductas asociales y amorales.
Estas típicas manifestaciones han sido criticadas, con criterios extraliterarios, por ciertos sectores de la crítica: así, el marxista Marinello habla de escapismo de los problemas concretos, de elitismo, de subjetivismo estéril. A ello responden quienes, como Gullón, subrayan el sentido iconoclasta frente al materialismo burgués, y aducen palabras como aquellas en que Darío define al Modernismo como la expresión de la libertad y hasta el "anarquismo en el arte".
Cabría concluir que, en todo caso, el Modernismo significa un ataque indirecto contra la sociedad, al presentarse, en general, como una "rebeldía de soñadores" (Gullón). O, según la certera fórmula de Octavio Paz, "una rebelión ambigua".

2. Génesis del Modernismo: Influencias
Los signos de una renovación en la lírica de lengua castellana van siendo cada vez más visibles a partir de 1880, tanto en España como en Hispanoamérica. Pero es indudable la primacía de América Latina en la constitución de un movimiento literario como tal. En aquellos países, es capital la voluntad de alejarse de la tradición española, un rechazo de la poesía vigente en la antigua metrópoli, con la excepción de Bécquer. Tal rechazo lleva a volver los ojos hacia otras literaturas, con especial atención a las corrientes francesas.
La influencia francesa es tan notoria que resulta indispensable detenerse en ella. Se advierte la huella de los grandes románticos franceses: Víctor Hugo es uno de los ídolos de Rubén Darío. Pero los modelos fundamentales proceden de dos corrientes de la segunda mitad del siglo: el Parnasianismo y el Simbolismo.

 #  El Parnasianismo debe su nombre a la publicación que acogió a los representantes de esta tendencia: Le Parnasse contemporain (1866). El maestro de estos poetas es Théophile Gautier (1811-1872), quien años antes había lanzado su famoso lema: "El Arte por el Arte". Siguiéndole, se instaura el culto a la perfección formal, el ideal de una poesía serena y equilibrada, el gusto por las líneas puras y escultóricas.
En las filas del parnasianismo limitan, entre otros, Heredia, Copée, Sully-Prudhomme, Banville..., pero la máxima figura es Leconte de Lisle (1818-1894). Su obra es ejemplo eminente de las características que acabamos de señalar; pero, además, interesa destacar su preferencia por ciertos temas que reaparecerán en los modernistas. Así, su evocación de los grandes mitos griegos, en Poèmes antiques, de exóticos ambientes orientales, en Poèmes hindous, los pueblos germánicos o la España medieval, en Poèmes barbares. Son, como se ve, aspectos bien presentes en la obra de Rubén Darío y sus seguidores.

 #  El Simbolismo, en sentido estricto, es una escuela constituida hacia 1886, fecha del Manifeste Symboliste. Pero, en sentido más amplio, es una corriente de idealismo poético que arranca en Baudelaire (1821-1867), el genial autor de Flores del mal (1857), y se desarrolla con Verlaine (1844-1896), Rimbaud (1854-1891) y Mallarmé (1842-1898).
Los simbolistas se alejan del academicismo en que cayeron los parnasianos. El culto de la belleza externa no les satisface y, sin abandonar por ello las metas estéticas, quieren ir más allá de las apariencias. Para ellos, el mundo sensible es sólo reflejo (o símbolo) de realidades escondidas, y la misión del poeta es descubrirlas. De ahí que sus versos se pueblen de misterio, de sueños, de esos símbolos que dan nombre a la escuela. Es, en suma, una poesía que se propone sugerir todo cuanto esté oculto en el fondo del alma o de las cosas. A ese arte de la sugerencia ya no le convienen unas formas escultóricas, sino un lenguaje fluido, musical: ¡La música por encima de todo!, exigía Verlaine.

El Modernismo hispánico es, en buena medida, una síntesis del Parnasianismo y del Simbolismo. De los parnasianos se toma la concepción de la poesía como bloque marmóreo, el anhelo de perfección formal, los temas exóticos, los valores sensoriales. Y de los simbolistas, el arte de sugerir y la búsqueda de efectos rítmicos dentro de una variada musicalidad.
Pero a éstas habría que añadir otras influencias. De Norteamérica, se admira a Edgar Allan Poe, modelo de perfección y de misterio, y al potente Walt Whitman, cantor de ritmo solemne. De Inglaterra les llega el arte refinadísimo de Oscar Wilde y de los "prerrafaelitas", así llamados porque proponían como modelo de refinamiento el arte de los primeros renacentistas. Y de Italia llega la influencia de Gabrielle D'Annunzio, ejemplo de elegancia "decadentista".

Si todos estos influjos derivan del citado despego de lo español, la excepción será la influencia de Bécquer. Juan Ramón Jiménez veía en él un antecesor de la veta intimista y sentimental del Modernismo. El mismo Rubén Darío, en sus comienzos, escribió unas Rimas a la manera de Bécquer. Y el tono becqueriano está presente en poetas como Martí, Silva, Lugones, etc., o en españoles como Unamuno, Machado, el mismo Juan Ramón... En suma, Bécquer es un puente entre Romanticismo y Modernismo.

Tampoco debe olvidarse el fervor de Darío por alguno de nuestros poetas antiguos: Berceo, el Arcipreste de Hita, Manrique y los poetas de los cancioneros del siglo XV. Este retorno a las raíces españolas se incrementará a partir del 98.
Lo asombroso es que todas estas raíces literarias se hallan espléndidamente fundidas en una nueva estética. Como ha dicho Ivan A. Schulman, el Modernismo es una arte sincrético, en el que se entrelazan, en suma, tres corrientes: una extranjerizante, otra americana y la tercera hispánica.