domingo, 15 de marzo de 2015

Obra destacada de Unamuno: San Manuel Bueno, mártir

San Manuel Bueno, mártir es una novela corta, considerada por algunos críticos como la obra más característica y más perfecta de la narrativa de Miguel de Unamuno. En su prólogo, dijo el autor:

Tengo la conciencia de haber puesto en ella todo mi sentimiento trágico de la vida cotidiana.

Por su fecha (1930), recoge las reflexiones del Unamuno viejo ante los problemas que no habían dejado de atenazarle.
San Manuel Bueno, mártir se inspira muy de cerca en Il Santo (1905), novela del italiano A. Fogazzaro. Ambas desarrollan el mismo problema; los paralelismos entre personajes, ambientes, episodios, etc., son notables. La obra italiana fue para Unamuno, sin duda, una incitación irreprimible a tratar un tema muy suyo, aunque las dos obras son, estéticamente consideradas, muy diferentes.
He aquí el argumento. Ángela Carballino cuenta la historia del párroco de su aldea, Don Manuel Bueno. Es "un santo de carne y hueso", abnegado y consolador de todas las amarguras. Y, sin embargo, parece embargado por "una infinita tristeza que con heroica santidad recataba a los ojos y los oídos de los demás". Un día vuelve al pueblo Lázaro, hermano de Ángela, hombre de ideas progresistas y anticlericales. Y es a él precisamente a quien el sacerdote confiará su terrible secreto: no tiene fe, no puede creer en Dios ni en la resurrección de la carne, pese a sus vivísimos anhelos. Si sigue ejerciendo su ministerio, es por mantener en sus fieles la paz que da la creencia en la otra vida, esa paz que él no tiene. Tal actitud acaba por arrastrar al mismo Lázaro, quien finge convertirse y colabora en la labor de Don Manuel. Y así pasará el tiempo hasta que el sacerdote muere sin recobrar la fe, pero considerado un santo por todos, y sin que nadie -aparte Lázaro y Ángela- haya advertido su íntima tortura. También sin fe, muere más tarde Lázaro. Y Ángela se interrogará acerca de la salvación de aquellos seres queridos.
Como podrá verse, la novela gira en torno a las grandes obsesiones de Unamuno: la eternidad y la fe. Pero se plantean ahora con un enfoque nuevo para él: la alternativa entre una verdad trágica y una felicidad ilusoria. Unamuno opta ahora por la segunda (todo lo contrario de lo que harán existencialistas como Sartre o Camus). Así, cuando Lázaro dice: "La verdad ante todo", Don Manuel contesta: "Con mi verdad no vivirían". Y sólo las religiones -dice- "consuelan de haber tenido que nacer para morir".
Incluso disuade a Lázaro de trabajar por una mejora social del pueblo, arguyéndole:

¿Y no crees que del bienestar general surgirá más fuerte el tedio a la vida? Sí, ya sé que uno de esos caudillos de la que llaman la revolución social ha dicho que la religión es el opio del pueblo. Opio... Opio... Opio, sí. Démosle opio, y que duerma y que sueñe.


Como puede verse, el autor de San Manuel Bueno, mártir está polarmente alejado no sólo de los ideales sociales de su juventud, sino también de aquel Unamuno que quería "despertar conciencias", diciendo que "la paz es mentira", que "la verdad es antes que la paz".
Pero, por otra parte, San Manuel Bueno, mártir es también, en último término, la novela de la abnegación y el amor. Paradoja muy unamuniana: es precisamente un hombre sin fe y sin esperanza quien se convierte en ejemplo de caridad.
Queda, en fin, el problema de la salvación. Su enfoque es complejo, por la ambigüedad que introduce el desdoblamiento entre autor (Unamuno) y narrador (Ángela). Según Ángela, Don Manuel y Lázaro "se murieron creyendo no creer lo que más nos interesa; pero, sin creer creerlo, creyéndolo". ¿Compartiría Unamuno esta reflexión de su personaje-narrador? El interrogante queda abierto al final de la lectura.
Aparte del contenido, el relato es de una absoluta maestría. La figura del protagonista va adquiriendo progresivamente su fuerza inolvidable, a través de unas anécdotas sutilmente engarzadas. Y con certera habilidad, Unamuno va sugiriendo su problema íntimo, hasta que éste se descubre de súbito, para irse precisando después en diálogos, en referencias simbólicas al paisaje, etc. Éstas y otras cualidades justifican el alto lugar que San Manuel Bueno, mártir ocupa dentro de la obra unamuniana.      

lunes, 2 de marzo de 2015

El sentimiento trágico de la vida en Unamuno

Miguel de Unamuno nació en Bilbao (1864). Estudió Filosofía y Letras en Madrid. Tras varios fracasos, ganó la cátedra de Griego en la Universidad de Salamanca, de la que sería nombrado rector en 1901. En ella permaneció toda su vida, salvo de 1924 a 1930, en que estuvo desterrado (Fuerteventura y Francia) por su oposición a la dictadura de Primo de Rivera. Fue diputado durante la República. Al triunfar el alzamiento en Salamanca, fue confinado en su casa, donde murió repentinamente el último día de 1936.


Unamuno se definió a sí mismo como "un hombre de contradicción y de pelea [...]; uno que dice una cosa con el corazón y la contraria con la cabeza, y que hace de esta lucha su vida". Vivió, en efecto, en una perpetua lucha, sin encontrar nunca la paz: "la paz es mentira", solía decir.
Una crisis juvenil le había hecho perder la fe. Siguen los años en que orientó sus anhelos hacia la revolución social. Pero una nueva crisis, en 1897, lo aparta de tal línea y, cada vez más, había de volver los ojos hacia los problemas espirituales. De la fecha citada son estas significativas palabras:

Del problema social resuelto (¿se resolverá alguna vez?), surgirá el religioso: la vida ¿merece la pena ser vivida?

Desde entonces, he aquí las cuestiones que se entretejen en su obra: la condición humana, la inmortalidad, la existencia de Dios, el Cristianismo como fórmula de salvación...
Advirtamos previamente que Unamuno no es un pensador sistemático: sus reflexiones se esparcen en ensayos, poemas, novelas o dramas. Es lo propio de una filosofía vitalista, en la línea de Kierkegaard, de un "pensamiento vivo", frente a los que él llamó la "ideocracia" racionalista.
El libro Del sentimiento trágico de la vida (1913) contiene algunas de las formulaciones más intensas de tal pensamiento. Arranca de la realidad del "hombre de carne y hueso" y de sus anhelos. Ante todo, los anhelos contradictorios de serse y de serlo todo. A estas ansias voraces de plenitud su opone la amenaza de la nada: el posible "anonadamiento" tras la muerte. Y surge entonces la angustia, como un despertar a la condición trágica del hombre.
La inmortalidad es la gran cuestión de que depende el sentido de nuestra existencia: "si el alma no es inmortal [...], nada vale nada, ni hay esfuerzo que merezca la pena". Tal es su "idea fija, monomaníaca", como dirá en el prólogo a Niebla (1914).
De ahí su "hambre de Dios", necesidad de un Dios "garantizador de nuestra inmortalidad personal". Pero la razón, por un lado, le niega la esperanza, aunque su corazón, por otro, se la imponga desesperadamente. Tales son los anhelos y los conflictos que le arrancan gritos tan angustiados como éstos:

¡Ser, ser siempre, ser sin término, sed de ser...! [...] ¡Ser siempre! ¡Ser Dios!

Años más tarde, Unamuno escribe La agonía del Cristianismo (1925). La palabra "agonía" está tomada en su sentido etimológico de "lucha":

Mi agonía, mi lucha por el Cristianismo, la agonía del Cristianismo en mí, su muerte y su resurrección en cada momento de mi vida íntima.

Tras estas palabras está su personal y heterodoxo Cristianismo: su apasionado amor por Cristo y su "querer creer".
Los mismos temas nutren buena parte de su extensa obra poética, que constituye una biografía de su espíritu, con sus anhelos y sus tormentas. Así es desde las Poesías de 1907 hasta el Cancionero póstumo, pasando por El Cristo de Velázquez (1920), en donde vuelca su pasión por Jesús. Su vigoroso temperamento explica el ritmo áspero de su lírica y su índole irreductible a cualquier moda del momento, por lo que no sería apreciada hasta años más tarde.
También le atrajo el teatro como género que le permitía la presentación directa de los conflictos íntimos. Es lo que intentó, con limitado acierto, en obras como Fedra, Sombras de otoño, El otro, etc.
Más interés ofrece su novela, género que Unamuno consideró idóneo para la expresión de los problemas existenciales. Por eso, tras una primera novela histórica o intrahistórica sobre la última guerra carlista (Paz en la guerra, 1897), se orienta hacia la presentación de conflictos íntimos (Amor y pedagogía, 1902). Desde entonces, y dejando ahora aparte las novedades formales que presentan sus "nivolas", los protagonistas unamunianos serán exactamente "agonistas", esto es, hombres anhelosos de "serse", que se debaten contra la muerte y la disolución de su personalidad. Así, en Niebla (1914), Agustín, el "ente de ficción", se enfrenta con el propio autor para gritarle: "¡Quiero vivir, quiero ser yo!", actitud paralela a los gritos que Unamuno lanzaba hacia su Creador.
Citemos otras novelas suyas, como Abel Sánchez (1917), Tres novelas ejemplares y un prólogo (1920), La tía Tula (1921), etc. Párrafo aparte merece, por su especial interés, San Manuel Bueno, mártir (1930).