domingo, 28 de junio de 2015

Las lenguas de Europa

1. Nociones preliminares
La distinción lingüística entre lengua y dialecto se basa en un principio genético: se aplica el término dialecto a aquella forma de hablar que proviene o se deriva de una lengua (el castellano es, genéticamente, un dialecto del latín, como lo son el francés, el italiano, el catalán, el rumano...). Si se abandona esta perspectiva genética y se observan de forma independiente estas formas lingüísticas, se denomina lengua o idioma a la manera de hablar compartida por un amplio grupo de personas, con una cultura propia, común e históricamente documentada, y una norma ideas aceptada por todos para comunicarse, que se diferencia sustancialmente de otras en un momento histórico dado. Cada lengua (el rumano, el italiano, el catalán, el castellano o el gallego) posee, además, unos dialectos, lo que no dificulta en absoluto el entendimiento y la comprensión mutua entre los hablantes de una misma lengua, ni la unidad de la misma, sino que la enriquecen y la matizan.
Las lenguas de Europa son muchas y variadas; sin embargo, una buena parte de ellas provienen de un mismo tronco. En la segunda mital del siglo XIX, los lingüistas postularon la llamada hipótesis indoeuropea, según la cual la mayoría de las lenguas europeas se emparentarían con alguna de las lenguas de la India (hindí, por ejemplo) y con el persa.

2. Las lenguas indoeuropeas
A este gran grupo indoeuropeo pertenecen, además del armenio, del albanés y del griego, las siguientes familias:
- Familia romance: rumano, italiano, francés, provenzal, catalán, castellano, gallego, portugués.
- Familia céltica: irlandés, gaélico, bretón, galés.
- Familia germánica: inglés, alemán, danés, noruego, islandés, neerlandés.
- Familia báltica: letón, lituano.
- Familia eslava: ruso, ucraniano, polaco, checo, eslovaco, esloveno, serbocroata, macedonio, búlgaro.

 
3. Otras lenguas del continente
- El urálico es un grupo de lenguas diferente del indoeuropeo y a él pertenecen, entre otras, el húngaro, el finés, el estonio, el lapón, el samoyedo, y varias de las lenguas habladas en la antigua Unión Soviética.
- Las lenguas caucásicas (georgiano, abjaso, checheno, circasiano, etc.) se hablan en las tierras del Cáucaso y son muy numerosas. En algunos territorios de la antigua URSS también se encuentran las lenguas túrcicas (azajo, uzbeco, tártaro, acerí, etc.), grupo al que pertenece asimismo el turco.
- Hay que reseñar la existencia de una lengua que no pertenece a ninguno de los grupos citados, el vasco o euskera, cuyo origen aún no ha sido demostrado.

domingo, 21 de junio de 2015

Interpretación de San Manuel Bueno, mártir

La expresión literaria comprende una ambigüedad creativa que la separa de la prosa discursiva. El crítico literario se acerca al texto que comentará armado con una serie de nociones -explícita o implícitamente elaboradas- que desfigurarán el texto, puesto que toda interpretación tiene que escoger y fijar y, por consiguiente, reducir la ambigüedad, que en cierto sentido significa reducir el texto. Podemos, por tanto, preguntarnos así, públicamente, qué valor tiene escribir una interpretación más de San Manuel Bueno, mártir. La respuesta a esta paradoja nos la ha dado el mismo Unamuno.
Unamuno ha insistido en la existencia propia de la obra literaria y ha expuesto la única situación lícita para el lector que hace texto de su lectura, es decir, el crítico. Si el crítico reconoce la autonomía del texto, llegará a descubrir que su función es la de un dialogante. Cuando uno de nosotros entabla un diálogo interesante y agitado con otra persona no caemos en la simpleza de pensar que podemos saber lo que el otro está pensando. Tenemos que recibir, comprender y contestar a sus palabras, pero no a su mente, que se mantiene inaccesible. Un texto literario, bien lo comprendió Unamuno, es la creación más rica del hombre, ya que tiene la capacidad creativa del diálogo con los lectores distantes y separados por espacio y tiempo. El único papel que puede cumplir el crítico que no reduzca la realidad creativa del texto es la de un dialogante.
Empezamos la lectura de San Manuel Bueno, mártir con el encuentro de una voz narrativa clara y fuerte que expone su situación existecial. Pero su propósito no es presentarse a sí misma como objeto de consideración. Ángela Carballino se presenta como el evangelista cuya misión es dar a conocer a otro que ha venido, ha vivido y ya no está presente. Ángela Carballino ha optado por la palabra escrita y no la hablada; la terrible palabra escrita, que no se puede controlar una vez entregada al lector. La palabra escrita, que "sólo Dios sabe con qué destino" obrará, es un riesgo mortal que tiene que tomar Ángela. Aunque el obispo de Renada y las autoridades eclesiásticas se valgan de este texto para condenar a su adorado San Manuel, Ángela tiene que "dejar consignado, a modo de confesión", todo lo que sabe y lo que recuerda de aquel varón matriarcal. Esta obligación, que la llena de terror, tiene que cumplirse porque es su misión transmitir la historia del santo para que pueda ser recreado por otros en su lectura. El Evangelio es la palabra encarnada, e igual que Juan, tiene que fijar las palabras de Manuel y transmitirlas sea cual fuere el riesgo. 
Ángela le da el nombre de "varón matriarcal"; también nombrará al nogal matriarcal. Estamos ante la tradición más antigua, en la que a toda potencia creadora y recreadora se le denominaba mater. Como los reyes preclásicos de la antigua Grecia, Don Manuel cumple con el oficio y el deber de garantizar la continuidad de la vida y vencimiento de la muerte. Ángela nos dice que Don Manuel es su padre espiritual, lo cual no significa que sea su confesor, sino el padre de su espíritu. Por tanto, es significativo que para la tercera sección del texto Ángela nos confiese que "empezaba yo a sentir una especie de afecto maternal hacia mi padre espiritual". Este cambio gradual no solamente se expresa como un estado de ánimo en el tiempo narrativo (el pasado del relato), sino también en el tiempo de la narración, puesto que ya ha escrito Ángela 410 líneas de su evangelio. Como sus precursores bíblicos, Ángela decide aceptar el mandato espiritual de escribir el evangelio sólo después de la muerte del santo, y, concretamente, acepta su papel cuando su hermano Lázaro está muriendo y le dice:

No siento tanto tener que morir... como que conmigo se muere otro pedazo del alma de don Manuel.

Lázaro había tomado apuntes de la vida, obra y, especialmente, palabras del santo, pero no las había consagrado como texto narrativo. El olvido es la terrible amenaza que más teme: la pérdida completa de la realidad que fue San Manuel.
Ángela Carballino repite al final de su memoria lo que nos anticipa al principio. No ha escrito esta confesión por razones reconocibles como prudentes, pues con buena razón desea que su manuscrito no llegue al conocimiento de las autoridades eclesiásticas, cuya doctrina condenaría al santo de Valverde de Lucerna. Si no ha escrito por razones corrientes, ¿cuál ha sido su motivación? Escribe bajo la inspiración de su experiencia con Manuel y siguiendo su misión extrarracional del evangelista.
El lugar-ambiente en esta novela no es descriptivo, aunque tenga el fondo implícito del León de los Paisajes. El espacio narrativo en este texto es simbólico. Hay una aldea remota situada entre la montaña y el lago. Aldea, montaña y lago representan los tres símbolos de la novela. La aldea de Valverde de Lucerna se identifica en el texto con un grupo selecto de nombres: aldea, villa, pueblo, monasterio y convento. En cambio, lago se suele usar en combinación con montaña. El sistema creativo de Unamuno se basa en tres tropos tradicionales empleados en el contexto de estos tres símbolos.
Valverde de Lucerna se extiende, por uso de metonimia, a identificar el lugar con la población para elevarlo al significado de la humanidad en la intrahistoria. En cambio, con lago y montaña, Unamuno emplea el símil y la metáfora para crear el significado más profundo de su obra: la dicotomía dialéctica entre la fe y la duda y su personificación en el protagonista Manuel - Cristo.

Examinemos estas observaciones más detenidamente. La metonimia, que logra identificar entrañablemente a la aldea Valverde de Lucerna y su población, parte principalmente del doble uso de pueblo. En unas líneas es "todo el pueblo", refiriéndose a la población. En otras es "cuando vuelvas a tu pueblo", haciendo referencia al lugar. Igualmente leemos "hubiera en el pueblo", o "en el pueblo", o "de nuestro pueblo"; pueblo es ya una voz metonímica donde se puede leer tanto lugar como población, y cabe decir se lee mejor con ambas referencias presentes a la vez. En este doble significado sigue "que el pueblo esté contento". Sin duda alguna, es importante que se continúe esta relación, pues en un párrafo se utiliza pueblo como lugar y en seguida como población.
Una vez preparado el terreno por la identificación metonímica, Unamuno añade los nombres de significado simbólico:

Mi monasterio es Valverde de Lucerna. Yo no debo vivir solo; yo no debo morir solo. Debo vivir para mi pueblo, morir para mi pueblo. ¿Cómo voy a salvar mi alma si no salvo la de mi pueblo?

Pasamos de la referencia del lugar a la de la población para establecer el símbolo unitario de intrahistoria. En seguida Unamuno refuerza la referencia: "a nuestro monasterio de Valverde de Lucerna" y "en el pueblo, que es mi convento", y, también, "en nombre del pueblo, me absuelves". Finalmente, Unamuno extiende el símbolo a su significado último:

Recordaréis que cuando rezábamos todos en uno, en unanimidad de sentido, hechos pueblo...

Y:

... en el alma del pueblo de la aldea, a perdernos en ellas para quedar en ellas. Él me enseñó con su vida a perderme en la vida del pueblo de mi aldea.

Aquí pueblo lleva ya el significado de intrahistoria como concepto ontológico de realidad histórica.
Los símbolos dialécticos de montaña (fe) y lago (duda), como hemos dicho, se desarrollan, a través de la obra, primero como símil que personifica a Don Manuel como la encarnación de esta oposición, y luego como metáfora que plantea el sentimiento trágico de la vida cuyo mayor delito es haber nacido.
Como símil los encontramos casi al empezar la novela:

... llevaba la cabeza como nuestra Peña del Buitre lleva la cresta y había en sus ojos la hondura azul de nuestro lago.

O aún más notable:

... y no era un coro, sino una sola voz, una voz simple y unida, fundidas todas en una y haciendo como una montaña, cuya cumbre, perdida a las veces en nubes, era don Manuel. Y al llegar a lo de "creo en la resurrección de la carne y la vida perdurable", la voz de don Manuel se zambullía, como en un lago, en la del pueblo todo, y era que él se callaba.

En esta última cita el símil compara a la voz del pueblo rezando con la montaña y el silencio, o la ausencia de voz de Don Manuel, al llegar a las palabras indicadas, se explica como zambullido en un lago. Por tanto, la voz del pueblo todo (en un sentido intrahistórico), en su proclamación de la fe, se compara a la montaña, y el silencio o la ausencia de la voz de Don Manuel, que demuestra la falta de fe, se compara al lago. Pero aquí no termina el desarrollo simbólico; falta la metáfora de la nieve. Cuando Don Manuel le dice a Lázaro:

¿Has visto, Lázaro, misterio mayor que el de la nieve cayendo en el lago y muriendo en él mientras cubre con su toca a la montaña?

Aquí se añade el elemento más profundo de la novela. La nieve, como la vida misma, es transitoria, pero los copos de nieve que caen sobre la montaña se unen y forman una toca que da la apariencia de perdurar. En contraste, los copos que caen sobre el lago se disuelven inmediatamente sin huella. Así es la vida del pueblo: con fe forma una montaña en su colectividad, sin fe los hombres se pierden aislados en la muerte sin huella de haber sido. Sigue la metáfora Unamuno un paso más:

... está nevando, nevando sobre el lago, nevando sobre la montaña, nevando sobre las memorias de mi padre, el forastero; de mi madre, de mi hermano Lázaro, de mi pueblo, de mi san Manuel, y también sobre la memoria del pobre Blasillo, de mi san Blasillo, y que él me ampare desde el cielo. Y esta nieve borra esquinas y borra sombras, pues hasta de noche la nieve alumbra.

La nieve es la gran niveladora, junta lo recto con lo circular, lo pobre con lo rico, y hasta lo vivo con lo muerto, pero tiene que caer en tierra para mantenerse, pues en el largo se disuelve al hacer contacto. El misterio de la nieve es el misterio de la fe. La fe puede vencer hasta a la amenaza de la muerte. La vida sigue su curso, hombres y mujeres nacen y mueren, por unos años viven y algunos viven con la fe y la esperanza de la resurrección, y otros viven hostigados por la duda. Por tanto, la pregunta fundamental es cómo puede sobrevivir el agonista y no sucumbir al suicidio. La respuesta se ofrece también metafóricamente. Veíamos anteriormente que la aldea de Valverde de Lucerna, perdida como un broche entre el lago y la montaña, representa toda una población colectiva situada entre la fe y la duda, pero mantenida en la fe por San Manuel Bueno. Pero también hay otra Valverde de Lucerna sumergida en el lago según la leyenda. Ésta es la Valverde de Lucerna que Lázaro descubre en Don Manuel:

... creo que en el fondo del alma de nuestro don Manuel hay también sumergida, ahogada, una villa y que alguna vez se oyen sus campanadas.

La villa sumergida es la plena conciencia de la intrahistoria. Manuel, y luego Lázaro, su discípulo, al dedicarse completamente a la colectividad del pueblo, encuentran que aquí está la actualidad de la verdadera historia y que hay un fondo de esta superficie que es el cementerio de las almas de sus abuelos, y los abuelos de éstos y los de éstos. En uno de sus momentos lúcidos, antes de su encuentro con Unamuno, Augusto Pérez, personaje de Niebla, lo expresa con claridad:

Por debajo de esta corriente de nuestra existencia, por dentro de ella hay otra corriente en sentido contrario: aquí vamos del ayer al mañana, allí se va del mañana al ayer.

Don Manuel personifica la cruz del nacimiento al estar situado entre la fe y la duda de su pueblo. Esta personificación le hace no solamente santo, sino mártir, porque toma la duda y la sufre por todos. Así lo ve Ángela Carballino y así nos lo presenta en su memoria. La narración de Ángela está estructurada como un evangelio, y el paralelo con Cristo, salpicado de numerosas citas y alusiones bíblicas, va creciendo hasta el climax del descubrimiento de la tragedia íntima de Don Manuel. Por consiguiente, se entiende que Cristo también duda en la resurrección y el "¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?" de los dos Cristos, el bíblico y el de Valverde de Lucerna, son gritos de verdadera angustia.
La cronología de la memoria, por tanto, nos lleva de los recuerdos de niñez a la experiencia angustiosa y la muerte de Manuel. Ángela, como narradora evangelista, es a la vez hija espiritual de Manuel y madre de su victoria sobre el olvido. Su evangelio, sus palabras escritas, ganarán la inmortalidad para Manuel, y por esta razón pueden crecer sus sentimientos maternales al paso que progresa la narrativa. Ángela es la virgen madre como la tía Tula, pero su maternidad se debe a la palabra escrita: el testimonio de santidad que nos deja.
Al margen de la personificación hecha por Ángela hay otro paralelo, éste hecho por el mismo Manuel. Él no se ve como Cristo, sino como Moisés. Él sabe que no trae la redención de la muerte, pero cree firmemente que lleva la ilusión de la tierra prometida. Don Manuel se caracteriza en sus comentarios a Ángela y Lázaro como el guía de su pueblo que está condenado a no ver la tierra prometida por haberle vista la cara a Dios. La promesa que protege y fecunda es para su pueblo y no para él, y así muere pidiéndole a Lázaro, el hombre nuevo de Cristo, que sea su Josué y que siga la trayectoria. El conflicto interno de Manuel representa el arquetipo bíblico de la lucha de opuestos sin resolución. En vez de ser la lucha entre el bien y el mal, aquí se concentra como la lucha entre la fe y la duda. Y es ésta la que hace a Unamuno entrar otra vez en sus textos con voz directa que implica al lectos en la lucha.
El diablo, el fiscal racional, quiere condenar a Don Manuel a los infiernos de la mentira, pero Unamuno, como el archimensajero San Miguel Arcángel, clama: "El Señor te reprenda". La verdad de Don Manuel y la verdad tan ardientemente buscada por Pachico en Paz en la guerra es la misma. La vida es una lucha, una guerra que no tiene más resolución que la muerte. Pero hay una colectividad que es la comunión del pueblo, y esta unidad está basada en las numerosas generaciones que han originado colectivamente en su creación de la lengua común la comunidad. Por tanto, la santa cruzada de Pachico de provocar se convierte en la santa misión de proteger y nutrir la fe, que es lo que tiene en común la comunidad.

domingo, 7 de junio de 2015

La obra narrativa de Unamuno

Las novelas de Unamuno, en orden cronológico, son las siguientes: Paz en la guerra (1895), obra donde plantea la relación del yo con su mundo puntualizado por el conocimiento de la muerte; Amor y pedagogía (1902), que une a lo cómico y a lo trágico en una reducción a lo absurdo de la sociología positivista; Niebla (1914), novela clave de Unamuno, que él caracteriza con el nombre nivola para separarla de la supuesta forma fija de la novela. Entre Amor y pedagogía y Niebla, Unamuno publicó un libro de cuentos, El espejo de la muerte (1913), de valor desigual. En 1917 escribe Abel Sánchez, donde se recoge el tópico bíblica de Abel y Caín para presentar la anatomía de la envidia; Tulio Montalbán (1920) es una novela corta sobre el problema íntimo de la derrota de la personalidad verdadera por la imagen pública del mismo hombre. También en 1920 se publican tres novelas cortas con un prólogo de gran importancia; se titula, cervantinamente, Tres novelas ejemplares y un prólogo. La última narración extensa es La tía Tula (1921), donde se presenta el anhelo de maternidad ya esbozado en Amor y pedagogía. Teresa (1924) es un cuadro narrativo que contiene rimas becquerianas, logrando en idea y en realidad la recreación de la amada. Cómo se hace una novela (1927) es la autopsia de la novela unamuniana, ya que penetra tan profundamente en la imaginación creativa que carece de visión propia. En 1930, Unamuno escribe sus últimas novelas: San Manuel Bueno, mártir y Don Sandalio, jugador de ajedrez, publicándose con dos relatos cortos en 1933. San Manuel Bueno, mártir es una novela corta que reúne todo el pensamiento unamuniano dentro de la metáfora básica de nuestro escritor: lluvia en el lago. Ante la indiferencia y continuidad del lago siempre en acción hay la tragedia de la lluvia con su pérdida de singularidad.
Paz en la guerra (1895) es el primer paso decisivo que influirá todo lo que viene después en la narrativa de Unamuno. La obra más destacada de la generación anterior había buscado la realidad social a través de una serie de perspectivas individuales, o bien un panorama general personificando al lugar ambiente. En esta novela, Unamuno logra captar lo coexistente de una colectividad: la intrahistoria. Es decir, Unamuno parte de la premisa de que la realidad es caos heterogéneo y fragmentado donde el problema mayor es la incomunicabilidad. Todo sentido de orden es singular y, por tanto, está aislado de los otros. A pesar de este asilamiento radical, hay una colectividad que comprende la totalidad de las relaciones humanas. Esta colectividad es para Unamuno la lengua en que el ser humano está envuelto.
El pan de cada día, la lengua en que convive el grupo, la coexistencia en el sentido más radical, metafísico, de este término, es la materia de Paz en la guerra.
Técnicamente, Unamuno da una dimensión nueva a la temporalidad narrativa. La narración tradicional presenta un tiempo narrativo de acontecimientos en secuencia que de vez en cuando se puntualiza por el diálogo, abriendo una brecha afectiva dentro de la corriente temporal. Unamuno invierte este patrón de la novela. Paz en la guerra presenta el tiempo afectivo de una serie de personajes, y sólo en algunos momentos presenta la narración en un nivel de acontecimientos. Aquí no pasa nada y pasa todo. Unamuno utiliza una metáfora que será un símbolo metafísico. La voz narrativa describe la vida de Pedro Antonio:

Fluía su existencia como corriente de río manso, con rumor no oído y de que no se daría cuenta hasta que no se interrumpiera.

Dentro de esta convivencia inconsciente, Unamuno plantea al ser consciente rebelde: Pachico, ateo e individualista. Sin embargo, aun Pachico se nutre del calor humano que le ofrece la colectividad. Desde esta primera novela de Unamuno habrá una trayectoria de seres inconscientes al lado de los conocedores de la realidad trágica de la vida.
El rasgo distintivo de Paz en la guerra ha sido la creación de la narrativa de la intrahistoria. Unamuno utiliza detalles de la vida cotidiana de numerosos personajes cuya colectividad nos ofrece un conjunto de relaciones humanas y no el panorama de la novela histórica, ni tampoco el determinismo fabricado de una novela realista. Los personajes de Paz en la guerra presentan, desde la perspectiva de la colectividad, lo que después conoceremos íntimamente en San Manuel Bueno, mártir, que es una comunión a través del dogma secular.

El cura de aldea, aldeano letrado, segundón de casería pasado de la laya al libro, recibe en su cabeza el depósito del dogma, y se encuentra al volver a su pueblo saludado con respeto por sus antiguos compañeros de bolos. Es un hermano y a la par el ministro de su Dios, hijo del pueblo y padre de las almas, ha salido de entre ellos, de aquella casería del valle o de la montaña, y les trae la verdad eterna. Es el nudo del árbol aldeano, donde se concentra la savia de éste, el órgano de la conciencia común, que no impone la idea, sino que despierta la dormida en todos. Cuando les hablaba, bajaba desde el púlpito la palabra divina como una ducha de chorro fuerte sobre aquellas cabezas recias y consolidadas, recitábales en su lengua archisecular el dogma secular, y aquellas exhortaciones en el silencio de la concurrencia, eco vivo que las redoblaba, eran de efecto formidable.

Amor y pedagogía (1920) es una obra de combate con la doble misión de salvar la narrativa del realismo de moda y, a la vez, extender la premisa metafísica unamuniana de que la realidad del hombre es hacerse. Ante un fracaso del protagonista, el joven Apolodoro Carrascal, don Fulgencio le riñe:

- Bien, Apolodoro, bien, bien merecido lo tienes. Un fracaso, un completo fracaso. Eso no es nada. ¿Has querido ser artista? Bien merecido lo tienes. Porque no creas que he dejado de comprender que tu preocupacion principal ha sido la forma, la factura, el estilo, ¡cosas de Menaguti! Allí aparece tu novia, hacia la mitad, pero es tu novia vista por ojos de Menaguti. Ni aun a tu novia has sabido ver por ti mismo. Bien, bien merecido. ¿Conque estilo, forma, eh?

Portada de la Primera Edición
Unamuno ha insistido en la unidad esencial de la expresión como fenómeno de creación y recreación. Por tanto, la separación de forma y contenido no puede ser más que una abstracción racional sin fundamento alguno de la realidad. La obra narrativa del llamado realismo de principios de siglo llega a cobrar una función que, según la estética de Unamuno, esconde o falsifica la realidad. Amor y pedagogía se vale de lo grotesco para hacer patente la unidad fundamental de la novela. La forma, la única forma en Amor y pedagogía es la distorsión grotesca de la trama tradicional del nacimiento, vida y muerte de un joven que promete ser genio según los planes pseudo-científicos de su padre -la forma- y la sustancia que presta su madre -la materia.  
Partiendo de la premisa de que el problema inmediato del escritor es buscar las formas adecuadas que respondan no solamente al sentimiento subjetivo, sino que también lo produzcan en el lector, podemos afirmar que el escritor nunca descubre el sentido profundo de su mensaje en los modelos del mundo concreto, sino en sí mismo. Las cosas que el artista representa le sirven para perfeccionar su contenido preformado o para determinarlo, no para descubrirlo. Por tanto, el mundo interno de la narración ha sido construido, no reflejado con un espejo verbal del mundo concreto, ni representado para producir una copia más o menos capaz de sustituir el original. He aquí el punto fundamental: para expresar un sentido de incongruencia que resulte en una imagen grotesca no es suficiente crear un personaje o escena deforme en cuanto al mundo concreto, esto sólo da un tono de violencia; es necesario que por dentro de la misma construcción verbal exista la incongruencia fundamental que proyecte un choque entre dos órbitas de realidad del mismo mundo ficticio: lo aceptado y normal en contraste con lo deforme. Por consiguiente, hemos distinguido dos aspectos de la incongruencia en las narraciones de Unamuno:
1) La expresión de cierta violencia por medio de descripciones físico-temporales que en comparación con el mundo concreto resultan deformes.
2) Lo que a nuestro juicio forma lo auténticamente grotesco, que se crea dentro del mismo mundo ficticio donde se representan elementos en discordia fundamental.
La realidad superficial de Amor y pedagogía es una burla desenfrenada de la pedagogía positivista, en la cual encontramos el primer aspecto de la incongruencia con la realidad: una discordia entre el mundo caleidoscópico de la novela y nuestra realidad. Pero hay otro sentido profundo del mundo novelesco que también presenta la incongruencia, no ya como cierta violencia a nuestro sentido de la realidad, sino como un verdadero choque en el interior del mismo, resultando en una estruendosa expresión de lo grotesco. Esta realidad superficial de Amor y pedagogía es la de un mundo de caleidoscopio formado por individuos aislados, imágenes, sentimientos y olores incongruentes. Este mundo abochorna y reduce a Apolodoro Carrascal a un desequilibrio, haciéndole dimitir de la vida suicidándose. Todo este conjunto lleva un tono sarcástico y burlón.
Este mundo nunca pasa de ser una abstracción discordante de lo que reconocemos como el mundo concreto de personas y sus circunstancias. Apolodoro, penetrado hasta el tuétano por la incongruencia de su mundo, se siente frustrado en su búsqueda del éxito en la vida, ya sea como escritor o como novio. Se siente perseguido, inútil y fracasado por no haber podido lograr los únicos dos valores que su maestro le ha propuesto como posibilidades de la victoria sobre la muerte. La novia le hubiera dado una familia, y así, en los hijos podía ganar su inmortalidad, y la literatura le hubiera dado la fama para que su nombre fuera inmortal. Este mundo le marea, le causa vértigo y, por fin, le desequilibra.
Como personaje, Apolodoro es una sombra -no hay descripción- dolorosamente perdida en un laberinto. Su vida es una serie de tropiezos desde su concepción hasta su suicidio. Es un pobre conejillo experimental de la pedagogía positivista. Por tanto, la realidad superficial de la novela demuestra una burla cáustica del positivismo y del resultado de sus métodos que, al aplicarse a la vida, producen un mundo deformado, enajenado y a la vez cómico y trágico. Apolodoro es un verdadero agonista que sufre una existencia grotesca. La agonía -es decir, la lucha- de Apolodoro da el sentido profundo de la incongruencia en el propio mundo ficticio. Apolodoro representa a seres contemporáneos que están solos, terriblemente solos entre la multitud. Lo grotesco es la incompatibilidad del ser con su ambiente. Unamuno no se enfrenta con este tema como el escritor de antaño lo hacía, viéndolo desde afuera, sino que se ha desplazado hacia el interior de la incompatibilidad misma, creando un mundo completamente desconcertante para causar una verdadera agonía en su hombre. Apolodoro, debido a su aislamiento radical, está sumergido en un mundo propio cuyos fenómenos se han convertido en objetos para un monólogo. Aquí hay una apropiación de los fenómenos humanos por un yo único, un agonista que tiene como punto de partida su propio ser, pero cuya formación espiritual es tan grotesca que no encuentra apoyo en su mundo; se siente absolutamente abandonado en un caleidoscopio vertiginoso.
El aislamiento de Apolodoro llega a su primera crisis: en su corazón siente un oleaje de cariño, de goce, de emoción; se ha enamorado de la bella Clarita, la hija de don Epifanio, su maestro de dibujo. El abismo entre el yo y su mundo se ha actualizado. Por primera vez en su existencia siente la necesidad de salir del yo para comunicarse con otro ser. Es decir, la fuerza dominante del ser-se en su aislamiento caleidoscópico siente la primera indicación del querer-serlo-todo. Este conflicto crece y absorbe todo el pensamiento del joven. La fuerza del ser-se insiste en la inmortalidad, pero la fuerza en oposición del querer-serlo-todo se convierte en el dulce sueño de dormirse para siempre en brazos de Clarita.
Este conflicto culmina en un estado desequilibrado con esta descripción:

...otras veces se le ocurre que está el mundo vacío y que son todos sombras, sombras sin sustancia, ni materia, ni cosa palpable, ni conciencia.

Están todos los elementos del mundo caleidoscópico de Apolodoro presentes en esta pesadilla. Y crean la emoción del yo en completo y absoluto aislamiento como una mosca entrampada bajo un vaso de cristal transparente; es decir, puede ver el mundo exterior, pero no se puede comunicar. Ésta es la tragedia de Apolodoro. Es una tragedia del yo angustiado entre querer ser él mismo para siempre y en el mismo acto serlo todo, es decir, sentir, amar y tener a todo el universo dentro de su yo. No ha podido lograrlo porque ha vencido la separación. 
En 1914 regresa Unamuno a la narración con Niebla y usa nuevamente lo grotesco. Augusto Pérez, el personaje principal, como Apolodoro, tiene un mundo cerrado. Pero en vez de ser éste un caleidoscopio es, simbólicamente, un cenicero de una vida sin valores. Augusto vaga sin sentido, perdido en su circunstancia. Al tener que tomar una decisión sufre un vértigo causado por las impresiones de la circunstancia en que se encuentra. Piensa que con el amor vencerá a la niebla que le oprime y encontrará la dimensión de su existencia, la de su yo, que vacila ante el mundo que le parece extraño y ajeno. Pero cuando más cree haberse encontrado sufre una desilusión tremenda. La novia le había usado para ganarse su propia seguridad económica y la de su novio verdadero. Augusto siente ser una rana a la merced del azar. Piensa dimitir de la vida, como lo había hecho su antecesor Apolodoro, pero interviene su creador, Unamuno, que lo impide haciéndole morir en su cama. Lo más importante para nuestro propósito es notar que Augusto empieza su existencia novelesca siendo un personaje grotesco que lleva una vida completamente incompatible con su ambiente. Pero llega a tener plena conciencia de su yo en relación a su mundo: "Yo soy un sueño y reconozco serlo". He aquí el personaje ficticio que ha llegado a conocer su dimensión de existencia.
En Niebla predominan el diálogo y monólogo interior sobre la prosa descriptiva. La esencia realista se elimina por completo. El primer párrafo nos presenta el personaje Augusto Pérez describiendo no su aspecto fisiológico, sino su postura extravagante, y nos introduce al ritmo del sí y el no, es decir, de la oposición dialéctica de los elementos descriptivos. Notemos la preparación que ofrece para el monólogo interior:

No era que tomaba posesión del mundo exterior, sino era que observaba si llovía... Y no era tampoco que le molestase la llovizna, sino el tener que abrir el paraguas.

En seguida tenemos la observación personalísima de Augusto, que servirá como indicación simbólica de su personalidad a través de la primera parte de la novela:

¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado y dentro de su funda! Un paraguas cerrado es tan elegante como es feo un paraguas abierto.

El terreno psicológico ya está preparado y ahora continúa la obra con el monólogo interior. El paraguas concreto en la mano del personaje sirve como punto de partida para la divagación de la mente del esteta.
Después de otra indicación del narrador regresamos a la corriente de conciencia de Augusto, pero ahora ligando elementos de lo que va observando con su flujo de conciencia en una prosa marcada con el mismo ritmo de un paseante. Las cosas concretas aparecen espontáneamente en el momento que Augusto las observa, para luego divagar de ellas en una cadena de asociaciones completamente suya, casi como una especie literaria del examen Rorschach de psiquiatría:

Chiquillo tirado de bruces..., hormiga..., animal hipócrita..., pasear y no trabajar..., hombre que no tiene nada que hacer..., un vago como [yo].

La cadena regresa al observador y las asociaciones le acusan de lo que es, pero no estando preparado para aceptar tal juicio, empieza otra cadena de autojustificación. Ahora cae su mirada sobre un pobre paralítico a quien instintivamente califica de verdadero trabajador, ya que el mismo vivir, para éste es un esfuerzo. Al cruzarse con el paralítico le saluda y, no completamente consciente, reconoce su propia parálisis de voluntad, a la cual no es enfrenta. He aquí el segundo símbolo del personaje. Augusto sigue divagando y a la vez actuando en su capacidad de hombre que pasea. Abruptamente termina el monólogo interior cuando ve que ha llegado inconscientemente al final de su paseo frente a la casa de la muchacha, que ha seguido sin darse cuenta.
Augusto entabla un diálogo con la portera y este diálogo le planta en una situación de doble dramatismo:
1) Augusto está representando su historia ante el lector.
2) Aunque a veces el otro dialogante no se dé cuenta, hay conflictos pavorosos que existen para Augusto.
En este diálogo el conflicto íntimo es de tipo esteticista y con sentido de perfección. Para Augusto todo tiene una trayectoria que se tiene que completar por obligación para mantener este gusto de esteta. Así comprenderemos por qué habló Augusto con la portera:

Otra cosa sería dejar mi seguimiento sin coronación, y eso no, las obras deben acabarse. ¡Odio lo imperfecto!

Cuando Augusto y Eugenia se cruzan por segunda vez, sin que el ensimismado Augusto se dé cuenta, el narrador nos da esta imagen:

Y siguieron los dos, Augusto y Eugenia, en direcciones contrarias, cortando con sus almas la enmarañada telaraña espiritual de la calle. Porque la calle forma un tejido en que se entrecruzan miradas de deseo, de envidia, de desdén, de compasión, de amor, de odio, viejas palabras cuyo espíritu quedó cristalizado, pensamientos, anhelos, toda una tela misteriosa que envuelve las almas de los que pasan.

Esta imagen da la esencia misma del mundo interior de Niebla. Se utilizan las sensaciones más comunes; aquí el punto de partida concreto es la telaraña, pero lo que se evoca es el nivel de la realidad humana, que se presentará y comentará en toda la obra: la conciencia íntima que cada individuo lleva consigo. La gran diferencia es que en la vida aparencial va esta esencia escondida detrás de la máscara de lo visual. Ya que Unamuno no enfoca la narrativa en lo aparencial, el lector puede concentrarse en el ambiente espiritual de las conciencias humanas. No olvidemos que ha sido el narrador quien nos ha dado este ambiente. Igualmente, Augusto utilizará la imagen en sus monólogos interiores, pero con la diferencia de que no nos dará el sentido íntimo de una calle o población de individuos; exclusivamente, presentará su estado de conciencia introvertida. Augusto se interroga repetidas veces:

¿Hogar? Mi casa no es hogar. Hogar..., hogar... ¡Cenicero más bien!

Como en todo recurso literario de la obra, hay un punto de partida concreto. Después de la muerte del padre, la madre de Augusto conservó las cenizas de los últimos puros que había fumado su esposo. Como símbolo del ambiente espiritual de Augusto se evocan los restos del padre y, más directamente, el vacío de su vida después de la muerte de su madre, quien le había convertido en sustituto del padre que Augusto no llegó a conocer. Todo esto establece la base psicológica esencial de su impotencia sexual.
Desde el prólogo nos hemos enterado, a través del personaje Víctor Goti, amigo de Augusto, que en este mundo novelesco hay un narrador que aunque no se esconde, tampoco se presenta por completo hasta ya bien entrada la obra, y, además, notamos desde las primeras líneas de la obra que es un narrador con juicios y opiniones. En la primera frase, al describir la postura de Augusto, leemos estas palabras: "...quedóse un momento parado en esta actitud estatuaria y augusta". Claro está que la palabra augusta, con su aproximación al nombre del personaje y complementada por la siguiente frase, pone al pobre de Augusto en ridículo ante el lector. Tenemos no solamente una burla del personaje, sino una burla feroz. Esta actitud aumenta con tanta intensidad que al llegar al primer monólogo interior ya nos ha preparado el narrador para considerar a Augusto Pérez como un farsante. Aunque cambia la situación del personaje, siempre hay una sensación de arrogancia y superioridad en la actitud del narrador. Hay una oposición esencial entre éste y su personaje principal. La actitud del narrador de burla y escarnio se mantiene a través de la obra, llegando a una culminación en el penúltimo capítulo. Pero, paralelamente, tenemos la seriedad y sinceridad de Augusto presentadas independientemente del narrador.           
El lenguaje de Niebla se caracteriza por una serie de tensiones que crean conflictos. Hay cierta discordancia dentro del mismo monólogo de Augusto. Las palabras que brotan de sus ansiedades personales imponen el tumultuoso caos del personaje; están en guerra unas con otras. Y cuando se mezclan con las percepciones del mismo Augusto, se produce otra forma de lucha. Ésta es la del esfuerzo del introvertido que, aunque ciertamente ve las condiciones exteriores, transforma y elige los elementos que responden a la angustia subjetiva.
En Niebla no hay trama; a lo menos no hay trama en el sentido tradicional de la palabra. Niebla no tiene un plan de acción y acontecimientos. Lo que ocurre es lo mínimo necesario para que el lector siga el desarrollo de la conciencia de Augusto. No hay interés en sí en los hechos que empiezan cuando el personaje llega a una casa extraña siguiendo unos ojos que sólo ha visto inconscientemente. Así, por azar, empieza una cadena hecha por él de acontecimientos: la introducción a la casa, el principio de sentimientos amorosos, el dolor de la frustración, el aparente triunfo, la burla inaguatable de los otros personajes y, por fin, el encuentro con su creador y su muerte. La acción no tiene importancia en sí; lo que interesa es ver el proceso de descubrimiento por Augusto de su personalidad. Notemos que la función de la trama es la de juntar los acontecimientos para realizar los momentos íntimos de Augusto Pérez. Y si el lector no comprende que és es un testigo ante el espectáculo del auto-descibrimiento de un yo, no podrá entender la obra.
La obra se desarrolla en un espejismo de duplicación interior. Víctor Goti, personaje ficticio, está escribiendo una novela que es exactamente la obra que el narrador ficticio está escribiendo. Detrás de este narrador, que se llama Unamuno, hay, por supuesto, el autor histórico que fue Unamuno, pero de éste solamente hay la sombra implícita. Y detrás del hombre Unamuno hay la re-creación de los lectores -nosotros-, que en último caso estamos al fin de la cadena creativa (si es que no hay nadie o nada más allá de nosotros que nos esté creando). Lo más importante de la duplicación interior es el salto que tiene que dar la narración para penetrar la realidad del lector. Unamuno lo hace por varios medios: 1) Se hace a sí mismo personaje. 2) Discute con su criatura como podríamos imaginar a Víctor Goti discutir con sus criaturas. 3) Liga al narrador Unamuno con el hombre Unamuno en Salamanca, amigos de los hermanos Machado, creador de otra novela, Amor y pedagogía, etc. 4) Señala que, indudablemente, hay público, es decir, nosotros los lectores, y que la obra está ocurriendo ahora mismo en nuestra capacidad re-creadora.
En 1917, Unamuno empleó en Abel Sánchez la imagen grotesca para la representación paranoica que "su diablo" sugiere al médico Joaquín cuando Helena está para dar a luz al hijo de su perseguidor (el causante de su envidia): Abel Sánchez. Una voz le dice que vaya a asistir a la madre y luego satisfaga su pasión ahogando al niño. Pero Joaquín rechaza el pensamiento como horrendo, aunque siente una feroz tentación. Joaquín y Abel fueron inseparables amigos y caras opuestas de la misma vida. Sólo la muerte los separó. Ambos fueron insuficientes porque nunca tuvieron la capacidad del amor y, por tanto, murieron odiándose.
Recordemos aquí a Blasillo, de San Manuel Bueno, mártir, como un personaje hermano de Apolodoro y Augusto. Blasillo, como personaje, es forma sin contenido, ya que repite las palabras de Cristo enunciadas por don Manuel, sin más sentido que el regocijo de ver el efecto de su mímica. Blasillo y Avito Carrascal tienen en común este sentido de hacer mímica de la palabra ajena. Blasillo, como las encinas y las piedras del valle, repite siempre lo mismo y pasa a formar parte de la corriente intrahistórica. Avito, al contrario, repite las frases hechas del pensamiento positivista y destruye el sentido de la vida para Apolodoro. Apolodoro, en vano, busca una idea de orden para adaptarla, y todo lo que encuentra es el caos creado por las abstracciones racionales de su padre y el nominalismo de su maestro.

Después de este breve repaso de las obras narrativas más notables de Unamuno, nos concierne señalar la capacidad comprensiva de San Manuel Bueno, mártir y señalar cómo esta obra recoge y culmina los rasgos distintivos de la narrativa unamuniana.   
Paz en la guerra anticipa el concepto de pueblo en San Manuel Bueno, mártir; Amor y pedagogía nos da una visión extendida de Blasillo y la palabra vacía, que es la negación de la palabra creativa de Ángela Carballino y Manuel Bueno; Niebla ofrece un claro ejemplo de la problemática que existe entre el autor-implícito y el lector en la recreación de la realidad literaria. El Unamuno narrador de Niebla es una voz narrativa dramatizada, que obliga al lector a aceptar su participación en la creación. El Unamuno de San Manuel Bueno, mártir no se confunde ante el lector con el narrador, sino que, abiertamente, se presenta como el autor-implícito cuya función ha sido la de provocar la creación de San Manuel: provocar y no realizar, pues San Manuel sólo existe en la experiencia imaginativa del lector. No debe haber duda alguna de dónde parte esta experiencia. Tiene dos fuentes primordiales, la obra anterior de Unamuno y la Biblia. El estilo de Ángela Carballino, como exige la estética de Unamuno, tiene que reflejar su unidad completa de forma y contenido. Está escribiendo un evangelio de Manuel-Cristo y tiene que ser la forma -la memoria en forma de confesión- la expresión más clara del contenido: la santidad de Manuel Bueno. Y a la inversa, el contenido -la historia de Manuel Bueno- no tiene sentido alguno si no es como evangelio. Pues aun el más inocente narrador tiene que comprender que al escribir Ángela esta historia condenará a su querido San Manuel.
Pachico, de Paz en la guerra; Apolodoro, de Amor y pedagogía; Augusto, de Niebla, y don Manuel, de San Manuel Bueno, mártir, son compañeros todos en la búsqueda del sentido de la vida. Pachico, insatisfecho con formar parte del río intrahistórico, sale en busca de la verdad. Sube al monte, donde:

... en maravillosa revelación natural, penetra entonces en la verdad, verdad de inmensa sencillez: que las puras formas son para el espíritu purificado la esencia misma; que muestran las cosas a toda luz sus entrañas mismas; que el mundo se ofrece todo entero y sin reservas a quien a él sin reserva y todo entero se ofrece.

Pachico regresa a la ciudad lleno de su nueva fe y dispuesto a emprender una santa cruzada:

... baja decidido a provocar en los demás el descontento, primer motor de todo progreso y de todo bien.

Pachico hace:

... sagrados votos de guerrear por la verda, único consuelo eterno.

Pero el camino es largo y resulta que la verdad es más difícil de captar que lo que se había creído al emprender la santa guerra. La verdad de Avito Carrascal es la ciencia, que se entiende como un inventario colosal de medidas, tamaños y pesos que facilitarán explicar todo proceso. Todo proceso menos el de la vida:

Y empieza ahora un horror, un verdadero horror, tales son los despropósitos que al fracasado genio se le ocurren. Ocúrresele unas veces si estará haciendo o diciendo algo muy distinto de lo que se cree hacer o decir y que por esto es por lo que le tienen por loco los demás; otras veces se le ocurre que está el mundo vacío y que son todo sombras, sombras sin sustancia, ni materia, ni cosa palpable; ni conciencia.

Apolodoro, por tanto, representa una batalla perdida en la búsqueda de la verdad. La separación de materia y forma que había sido la obsesión de Avito resulta esconder la realidad en vez de revelarla.
Augusto Pérez tiene un caso distinto. No se siente ser; está completamente ensimismado hasta que siente por primera vez el dolor del desprecio. Augusto cree haber encontrado la verdad que justifique la vida. Se enfrenta con Unamuno y lucha por continuar la vida aunque sea una vida miserable.

- No hay Dios que valga. ¡Te morirás!
- Es que yo quiero vivir, don Miguel, quiero vivir...
- ¿No pensabas matarte?
- Oh, si es por eso, yo le juro, señor de Unamuno, que no me mataré, que no me quitarés esta vida que Dios o usted me han dado; se lo juro... Ahora que usted quiere matarme, quiero yo vivir, vivir, vivir...
- ¡Vaya una vida! -exclamé.
- Sí, la que sea. Quiero vivir, aunque vuelva a ser burlado, aunque otra Eugenia y otro Mauricio me desgarren el corazón. Quiero vivir, vivir, vivir...

El sentido de la existencia que ha descubierto Augusto es que la vida es el valor máximo y se tiene que proteger.
En 1930, en la culminación de la búsqueda que emprendió en 1895 y no en retracción Unamuno escribió San Manuel Bueno, mártir. Con plena conciencia de la verdad, que no es la verdad de la muerte, sino de la vida, don Manuel puede proclamar:

Hay que vivir. Y hay que dar vida.