sábado, 5 de noviembre de 2016

Los personajes de Yerma

En unas declaraciones de Lorca a punto de terminar Yerma, dice que es "una tragedia con cuatro personajes principales y coros". Del mismo modo que el término tragedia fue sustituido por el de "poema trágico", también debió de haber en el curso de la creación algunos cambios respecto a los personajes, ya que no podemos determinar cuál sería ese cuarto personaje principal. En cambio, hay pleno acuerdo ante las declaraciones de Lorca al afirmar que en su obra más que un argumento hay el desarrollo de un carácter y el título y el claro predominio de la protagonista sobre todos los otros personajes, no cuantitativamente por su permanencia en escena o por la extensión de sus parlamentos, sino también cualitativamente. Su figura llena la escena... incluso en el único cuadro -el primero del segundo acto- en que ella no aparece.

La actriz Silvia Marsó representa a Yerma en el montaje de Miguel Narros

1. Yerma
La protagonista está ya "marcada" por su nombre, que al servir de título confirma la intención del autor de plantear el desarrollo de un carácter más bien que un argumento. Su nombre nos da a priori el problema dramático, y, como en el caso de Mariana Pineda, en el que el espectador conoce el final, en Yerma sabe también que no habrá solución para el problema planteado. En aquélla, por ser personaje histórico; en ésta, por su mero nombre. Ni Mariana podrá evitar el cadalso, ni Yerma podrá lograr la maternidad. Importa el cómo se van cumpliendo ambos destinos, las variaciones aportadas por el autor que puedan dar originalidad a su Mariana Pineda y a su Yerma; el interés está en cada matiz de los procesos dramáticos y psicológicos que son materia esencial de ambas creaciones y en la belleza y autenticidad con que se expresen. En el caso de Yerma, no en su esterilidad, sino en su obstinación en negarse a aceptarla, en hacer de la maternidad un valor absoluto y necesario.
Desea un hijo, pero no como una criatura para el cuidado y el afecto, sino habiéndolo sentido crecer día a día en su entraña, habiéndolo dado a luz entre dolores y amamantado incluso casi deseando grietas en los pechos, dolor adicional que ratificase el personalísimo trance del alumbramiento. Por eso no puede bastarle la adopción de otro niño, como a tantas otras mujeres reales o imaginarias. Ni siquiera podría madrear, como la Tula de Unamuno, a los hijos de su hermano. Su problema no es de raíz sentimental, es simple y terriblemente biológico. Ahí están, juntas, la debilidad y la grandeza de la Yerma lorquiana. Criatura pasional, irracional, quiere imponer su voluntad de maternidad a su cuerpo estéril, porque no puede aceptar el hecho fatal de que está "fisiológicamente condenada": admitir que ella no puede concebir hijos, sería la negación de sí misma, su aniquilamiento. Además, su rígido concepto de la honra, su orgullo y, en menor grado, su frustración amorosa se unen al problema central para ir trazando gradualmente el proceso de su enajenación.
De una mujer sosegada y con una inmensa potencia de ternura, la vemos ir a parar en una criatura desmesurada que camina directamente hacia la extrema violencia. Largo proceso interior al que asistimos en un período dramático de poco más de cinco años, cuyo transcurso, de tan importante función dramática, se señala casi con minuciosidad.
Cuando la conocemos, nada más alzarse el telón, estaba ocupada en una faena delicadamente femenina, sentada junto a su tabanque de costura; el leve adormecimiento en que está sumida funciona en virtud del sueño que le vemos soñar, pero atestigua también un perfecto sosiego interior. Poco después sabemos de su habilidad para hacer trajecitos de niño, con lo que la labor de costura se hace más delicada, en esa descriptiva y a la vez afectiva conjunción de diminutivos. Está gozosa entre las paredes de su casa, esperando el momento en que se dará cuenta de que ella ha concebido ya.
A medida que esa esperanza se va debilitando, Yerma se aparta de los trabajos femeninos y cambia la intimidad del hogar por el campo abierto y prefiere pasar la noche sentada en el poyo, a la puerta de su casa, "a pesar del frío", en vez de en la intimidad, ya en progreso de total destrucción, de su alcoba conyugal. Llega a aborrecer aquellas delicadas labores que sólo tienen sentido como quehaceres complementarios de la cría del hijo. Si éste no llega, nada vale lo demás y así lo expresará con diminutivos despectivos:

¿Por qué estoy yo seca? ¿Me ha de quedar en plena vida para cuidar aves o poner cortinitas planchadas en mi ventanillo?

Con ironía que se vuelve contra ella misma, llegará a decir:

Ojalá fuera yo una mujer.

Pronto se avanza en ese proceso de pérdida de la feminidad:

Muchas noches bajo yo a echar la comida a los bueyes, que antes no lo hacía, porque ninguna mujer lo hace, y cuando paso por lo oscuro del cobertizo mis pasos me suenan a pasos de hombre.

Nadie, entre quienes la rodean, ha advertido ese cambio, pero ella lo conoce y lo admite.
Paralelamente, Yerma ha ido tomando conciencia de su frustración amorosa. Si bien expresa reiteradamente que aceptó ella con alegría el marido que su padre le había elegido, subraya que buscaba esencialmente al hijo. Esa búsqueda al hacerse obstinada determinará situaciones ambiguas en las que Yerma siente que su cuerpo tiene "calentura", mientras el marido tiene la "cintura fría" y que él "da media vuelta y se duerme" dejándola a ella en la cama con los ojos tristes "mirando al techo". Todavía, cuando ya el matrimonio está condenado, en el penúltimo cuadro, Yerma intenta, quizá ya muy a la desesperada, volver a los primeros tiempos de su matrimonio, cuando la esperanza del hijo justificaba la vida conyugal, y entonces sus palabras son de auténtica enamorada:

Te busco a ti. Te busco a ti, es a ti a quien busco día y noche, sin encontrar sombra donde respirar. Es tu sangre y tu amparo lo que deseo.

Son palabras que ya no pueden estar de acuerdo con sus hechos: no sabe si quiere a su marido, no sabe si le gusta, no siente nada cuando él le acerca sus labios; también ha dicho que no lo quiere, aunque él es por honra y por casta su única salvación.
A la luz del desarrollo del carácter de Yerma, desde la alegre aceptación del novio antes de la boda y en la noche de bodas, hasta el instante en que mata a su marido, la frustración amorosa desempeña un importante factor. Pero mientras el anhelo de maternidad se expresa con enorme relieve, el inconfesado amor queda relegado a un plano secundario. Incluso es evidente que si el hijo se hubiese conseguido, Yerma no habría descubierto su error de elección. Es el fallo de la maternidad lo que obliga a la desgraciada mujer a plantearse unas interrogaciones que apuntan por hechos y palabras reales y por hechos y palabras simbólicas al amor frustrado, al obsesionante tema lorquiano. El autor lo va manteniendo con gran maestría para dejarlo fundirse entre nieblas, supersticiones e ignorancias, con el tema dominante de la maternidad frustrada.
Quizá la desaparición de Víctor antes de que el energumenismo de Yerma haya alcanzado la violencia extrema de la ira, fue una decisión impuesta a Lorca por el carácter de su protagonista. La visita a la vieja Dolores, la conjuradora, para celebrar oscuros ritos propiciatorios de la maternidad, en los que, como en la romería del cuadro final, catolicismo y paganismo se mezclan confusamente, es ya una tentación en la que su rígido concepto de la honra aparece muy debilitado. La presencia de Víctor hubiera sido una tentación mucho más peligrosa, porque Yerma ha dejado de pensar para sólo sentir. Sólo así se explica su sometimiento a tales ritos supersticiosos, ya que debería haber recordado que la conjuradora lleva varios años sin conseguir que su hija alcance la maternidad y le dé el nieto que ansía tanto. En la mitificación de lo sexual que Yerma ha ido elaborando, es posible que piense que la Muchacha 2ª no tiene hijos porque le falta la voluntad de tenerlos, de igual modo que atribuye a que Juan no desee tener hijos la esterilidad el matrimonio.
Esa idea abre camino al odio contra Juan. Cuando establecida fatalmente la separación entre acto sexual y procreación, al señalarse la esterilidad de cada uno de los conyúges, Juan busca a Yerma, ella se siente ultrajada y reacciona estrangulándolo.
Pero siempre nos quedará una tremenda duda: ¿No será que Yerma ha abandonado la realidad y está dispuesta, en la reclusión forzada de la cárcel, a seguirse creyendo capaz de engendrar un hijo? Que al matar al marido "haya matado" al hijo, es otra cosa. Y su seguridad de que no se despertará sobresaltada "para ver si la sangre me anuncia un hijo" no invalidará su creencia en que era seguro que hubiese podido tenerlo. Podrá pensar que ha sido ella misma y no el destino quien ha imposibilitado, al matar al marido, el cumplimiento de su anhelo de maternidad. Separada de las gentes, convertida en una presidiaria y situada en una viudez inacabable, podrá contarse a sí misma esa terrible mentira. Muerta la ansiedad dubitativa de tener hijos, podrá ya vivir tranquila.

2. Juan
Es, desde casi el comienzo de la obra, la víctima predestinada. Yerma pide de él lo que él no puede dar y ese inevitable incumplimiento modifica toda su vida para conducirlo a la muerte violenta, a manos de su mujer. En la violenta pugna en que su matrimonio ha venido a parar, descartado el divorcio (inexistente en el mundo de Yerma), todos los hechos apuntan a la eliminación de un cónyuge por el otro. Juan hubiera podido seguir siendo víctima de un sacrificio cotidiano, requemado por el obstinado rencor de Yerma, pero ésta no puede aceptar ni el desaliento ni la resignación. Es ella, sólo ella, quien va avanzando hacia las más extremosas actitudes. A Juan le bastarías sus quehaceres de campesino, la satisfacción de su codicia con el acrecentamiento de sus bienes (tierras y ganados), para sentirse jusfificado vitalmente. Vive la vida que le corresponde, actúa como quien es y como lo que es, sin que en su conducta haya inconsciencias ni contradicciones. Es una vida como tantas otras, hombre sencillo, apegado a lo real.
Entre Juan y su mujer hay una diferencia inmensa: él no persigue nada que esté más allá de su vida. La codicia refuerza su condición de buen labrador y al ver los frutos de su trabajo se siente compensado y orgulloso. La escena de la despedida de Víctor nos muestra todo eso con plena evidencia.
No cabe pensar que se hubiera negado a tener hijos; sabe que no los puede tener y se resigna, tratando de aceptar ventajas desde el centro de su codicia. Un propietario rural que no desee tener hijos, más aún, que se niegue a tenerlos, es algo tan improbable que se acerca a la inverosimilitud. Cuando Juan, al comienzo de la obra, ante la todavía dominable inquietud de Yerma, dice con aparente satisfacción "no tenemos hijos", está hablando con tópica falsedad: es lo que suelen decir los padres de familia cuando aparentan envidiar la tranquilidad o el desahogo económico de los que no lo son. Pero ni en los labios de Juan ni en los de esos padres de familia suenan tales palabras a verdad íntegramente asumida. De igual modo, cuando Juan dice "cada año seré más viejo", no es aventurado sospechar una elipsis en su pensamiento: "Y estoy solo, sin hijo que me ayude a cuidar mis bienes".
Juan ha acomodado su vida a sus posibilidades reales. No necesitaría, pues, recurrir a ninguna violencia. Busca y encuentra en el trabajo y en la codicia la compensación de su infelicidad conyugal. Trata de regalar a su mujer y de hacerle la vida cómoda. No comprende que haya de vivirse en desaforada tensión.
Tampoco Yerma tendría que intentar salir a toda costa del pozo en que se ve encerrada, si fuera posible dar un salto adelante en el tiempo; se resignaría si fuese ya una mujer vieja, una mujer de quien ya nadie pueda esperar que conciba hijos. Cuando Yerma dice eso, sus palabras son la mejor explicación del trágico final. Necesita estar en una situación en la que le sea absolutamente imposible esperar un hijo, en la que ni ella ni los demás tengan que pensar que está marginada de la naturaleza.
Es tan poderosa la personalidad anómala, desmesurada, de Yerma, y es tan normal la de Juan, que hasta cuando se trata de estudiar su carácter se acaba siempre yendo a parar a Yerma. Juan, figura borrosa, sencillo representante de la mediocridad y del sentido común, no podía tener otro destino que el de ser aniquilado por Yerma.

3. Víctor
Sus intervenciones en la obra son breves y escasas, pero es un personaje de gran importancia por todo lo que puede sugerir a Yerma. Sirve pues para cercar aún más el sentimiento de frustruación amorosa de Yerma y como desencadenante del trágico desenlace.

4. María
En su primera aparición (acto primero, cuadro primero) sirve para poner de relieve la femineidad de Yerma, su fina sensibilidad y, también, sus primeras dudas, o al menos su creciente impaciencia acerca de su posibilidad de ser madre. La escena es una de las más bellas y eficaces de todo el teatro lorquiano.
En su siguiente aparición (acto segundo, cuadro segundo) dará ocasión a que Yerma, viéndola con el hijito en brazos, muestre que está acercándose al límite de su resistencia.

Cada vez tengo más deseos y menos esperanzas.

Y a su vez, Yerma empieza a ver anulada su condición de mujer por la esterilidad, sintiéndose ella misma como una criatura masculina.

... mis pasos me suenan a pasos de hombre.

Finalmente (acto tercero, cuadro primero) es María quien ha convencido a Yerma de que acuda a la romería del santo. Por ella sabremos que su pobre amiga está en situación tan extrema, que hace pensar en que algo muy grave puede suceder. Anuncia, en cierto modo, el desenlace violento.

5. Vieja
Aparece en dos cuadros: el segundo del acto primero y el segundo del tercero. Su función es en ambos muy importante, pero desigual y con bastantes contradicciones. Esta mujer, que ha tenido catorce hijos y ha estado casada dos veces, todavía cree que la procreación es sólo posible cuando hay plena y mutua atracción, que sin amor no es posible engendrar ni concebir. Es ella quien hace pensar a Yerma que está enamorada de Víctor y que la culpa de que no haya habido hijos en el matrimonio es toda de Juan. Dos pensamientos que han de decidir la conducta de Yerma.
En sus dos encuentros con la protagonista suscita en ésta una rotunda reacción contra el sentido dionisíaco de la vida que ella tiene y predica. Concepto y sentimiento de la honra se agudizan en Yerma frente a la Vieja, reforzados por un fino instinto valorizador; cuando ante su negativa a irse con ella para amancebarse con su hijo, el único soltero de los nueve que todavía le viven, dice:

Cuando se tiene sed, se agradece el agua.

Yerma precisará que su sed es demasiado grande para aplacarla con "un pequeño vaso de agua de pozo". La reacción despechada de la Vieja, llamándola "marchita", lleva a Yerma a admitir su condición de estéril, admisión que seguidamente reforzará el marido.