Más que de "existencialismo literario", debería hablarse de la expresión literaria de las inquietudes existenciales. En efecto, la filosofía existencialista propiamente dicha se desarrollará, sobre todo, a raíz de la Segunda Guerra Mundial; en cambio, una literatura preocupada o angustiada por la condición humana (como la de Unamuno o Kafka) es anterior a las formulaciones filosóficas de Heidegger o Sartre. Y recordemos que esta línea, tanto en filosofía (Kierkegaard, por ejemplo) como en literatura, se remonta al menos hasta la angustia romántica.
La crisis general de principios de siglo produce inequívocos brotes de un desarraigo existencial que se agudizan con las secuelas de la primera conflagración europea. Muestras eminentes de ello serían, entre otros, Pirandello, Rilke o, sobre todo, Kafka.
El italiano Luigi Pirandello (1867-1936) comienza como novelista con El difunto Matías Pascual (1904), antes de convertirse en uno de los más grandes dramaturgos contemporáneos, cuya cima será Seis personajes en busca de autor (1921). Sus personajes son criaturas anhelantes de ser -y de ser felices-, pero perdidas en un mundo sin sentido, puros proyectos de existencia que quedarán irremediablemente frustrados.
Rainer María Rilke (1875-1924), austríaco nacido en Praga, es un desarraigado que había aprendido en Kierkegaard el sentido trágico del vivir humano. Su intimidad dolorida, sus angustias, se conjugan con su delicadísima sensibilidad para dar una de las líricas más acendradas del siglo, desde el Libro de horas (1905) a las Elegías de Duino (1923), pasando por el Cuaderno de Malte Laurids Brigge, en prosa (1910).
Pero es su compatriota Franz Kafka (1883-1924) en quien se halla la más asombrosa e inquietante plasmación de las angustias del hombre contemporáneo. El sentimiento de hallarse perdido en un mundo sin explicación es la constante temática de su obra. En 1913 publica La metamorfosis, novela cuyo protagonista despierta convertido en un enorme insecto, condición monstruosa que tendrá que aceptar como algo tan absurdo como inevitable. Al año siguiente comienza a escribir El proceso, angustiosa novela en la un tal Joseph K. se ve procesado sin llegar a saber nunca por qué, perdido en un laberinto de leyes y procedimientos enigmáticos. No menos angustiosa es El castillo, comenzada en 1921: un agrimensor llamado también K. es contratado para trabajar en un castillo en el que nunca podrá entrar; tampoco sabrá qué trabajo se le pedía, ni quién es el terrible señor que domina a las gentes del lugar.
Es fácil percibir en estas tres fábulas significaciones simbólicas convergentes: Kafka nos presenta un mundo inhumano, regido por no se sabe quién; un mundo que somete, condena o degrada al hombre. Las dos últimas obras citadas, que aparecieron tras su muerte, ejercieron una enorme influencia e hicieron de Kafka el más clarividente anunciador de la típica angustia existencial; más aún, un precursor en la denuncia de la deshumanización contemporánea.
Durante los años 20 y 30, los desazonados interrogantes sobre la condición humana seguían exigiendo respuestas. Algunos escritores, aun en medio de luchas y miserias, descubren una grandeza humana que se revela en la acción o en el sacrificio; así los alemanes Jünger y Hermann Hesse, o los franceses Malraux, Montherlant y Saint-Exupéry. Del último son estas reveladoras palabras.
Mi deber es inclinarme sobre la angustia de los hombres, de la que he decidido curarlos.
Otros autores, como el inglés Aldous Huxley o el alemán Thomas Mann, contemplan escépticos el mundo; el primero, con un humor nihilista (Un mundo feliz, 1928) y el segundo con una mirada grave (La montaña mágica, 1924).
Finalmente, la angustia estallará en los representantes de un cristianismo trágico (Mauriac, Bernanos, etc.).
Y así llegamos a la Segunda Guerra Mundial y a los años que le siguieron. El momento es especialmente propicio para la meditación angustiada. Y en ese marco se desarrolla el existencialismo por antonomasia, es decir, el existencialismo ateo. Como Nietzsche, estos filósofos gritan: "¡Dios ha muerto!"; pero, entonces, el hombre sería una criatura absurda, el mundo un caos y la vida carecería de sentido. Tal es el punto de arranque de Sartre o de Camus, entre otros muchos.
Jean-Paul Sartre (1905-1980) no sólo es el máximo filósofo existencialista francés, sino también un novelista y un dramaturgo que, son singular intensidad, acierta a plasmar literariamente su concepción del hombre y del mundo. El título de su primera novela, La náusea (1938), es ya una imagen física de la angustia frente a un mundo opaco, inexplicable.
Según Sartre, el hombre -en ese mundo- ha de escogerse a sí mismo, sin tener criterios que orienten su elección, pues todos los valores se han derrumbado tras la "muerte de Dios": de ahí la angustia.
El hombre está condenado a ser libre.
Pero, además, es consustancial al hombre el deseo de ser Dios, anhelo o pasión, tan irreprimible como irrealizable; por eso, "el hombre es una pasión inútil". Su existencia es radicalmente trágica.
Tales son algunos de los temas que Sartre desarrolla en sus relatos o en sus dramas. En particular, ha mostrado un asombroso sentido del patetismo teatral en piezas como Las moscas (1943), Las manos sucias (1948), El diablo y Dios (1931), etc.
Albert Camus (1931-1960) articula su pensamiento en torno a dos polos: el absurdo y la rebeldía. Para él lo absurdo no es tanto el mundo o el hombre, sino el radical desajuste entre ambos: el hombre es como un "extranjero" en el mundo (El extranjero es el título de su primera novela, 1942). El sinsentido de la vida y la libertad trágica del hombre, como en Sartre, son los temas de su ensayo El mito de Sísifo (1942) o de obras teatrales como Calígula y El malentendido (1944). Y la rebeldía ante el absurdo se encarna en los personajes del drama Los justos (1950) o es analizada en otro ensayo, El hombre rebelde (1951).
Pero Camus es también un humanista sensible a ciertos valores que confieren grandeza a la trágica condición humana. Así aparece en su mejor novela, La peste (1947), alegoría de un mundo asediado por el dolor y la muerte. Sus principales personajes (Tarrou, el doctor Rieux) representan ora la lucidez ante lo absurdo, ora la rebeldía contra el sufrimiento, pero también el más noble sentido de la solidaridad humana.
En 1957 se concedió a Camus el Premio Nobel por la hondura con que había expresado "los problemas que en nuestro tiempo se plantean a la conciencia de los hombres".