Es preciso insistir en aquella proyección de los anhelos y angustias personales sobre la realidad española. Se da pues un paralelismo entre el patetismo existencial y lo que bien podríamos llamar el patetismo nacional de estos autores.
Es evidente, en cualquier caso, que, más allá de su etapa juvenil, jamás abandonaron su intensa preocupación por España. Ante el estado del país, según Azorín, "la generación de 1898 representa exactamento esto: un además de rechazar y otro de adherir". Rechazan, como los regeneracionistas, el ambiente político de la Restauración, el parlamentarismo, la democracia liberal. Y denuncian con virulencia, sobre todo en su juventud, el espíritu de la socieda. Unamuno habla de su "ramplonería", que le resulta "un espectáculo deprimente"; según Azorín, "la apatía nos ata las manos"; Maeztu habla de "parálisis progresiva", de "marasmo", de "suicidio" del país... En cambio, con el tiempo, proclamarían todos, según Azorín, su adhesión a "una España eterna y espontánea", expresión que se refiere a su interés por sus tierras y por lo que hay de permanente en su historia.
Las tierras de España fueron recorridas por todos ellos y descritas con dolor y con amor. Junto a una mirada crítica, que descubre la pobreza y el atraso, encontraremos, cada vez más, una exaltación lírica de los pueblos y del paisaje. Nos dejaron visiones inolvidables de casi todas las regiones, pero sobre todo de Castilla. Es muy notable que los hombres del 98, nacidos en la periferia, vieran en Castilla la médula de España. Bien ha podido hablarse de su "mitificación de Castilla" (Díaz Plaja) o de su concepción histórica "castellano-céntrica". También les llevó hacia Castilla su progresivo interés por formas de vida pre-capitalistas, dominantes en la Meseta. Pero, junto a ello, no debe olvidarse hasta qué punto es reveladora de una nueva sensibilidad estética su valoración de las tierras castellanas por lo que tienen de austero, de recio, por su poder sugerir algo más de lo que captan los sentidos. Así surgión una estética de la pobreza.
La Historia fue otro de sus centros de interés. Azorín afirmó: "La generación de 1898 es una generación historicista". Y añade que, en sus "excursiones por el tiempo", descubrían "la continuidad nacional". Ello nos revela que los noventayochistas bucean en la historia para descubrir las "esencias" de España y que, a menudo, dan un salto hacia lo intemporal. En efecto, hay en ellos una exaltación de los valores "permanentes" de Castilla y de España, paralela a su exaltación del paisaje. Muy significativo es que, por debajo de la historia externa (reyes, héroes, hazañas), les atrajera lo que Unamuno llamó la intrahistoria, es decir, "la vida callada de los millones de hombres sin historia" que, con su labor diaria, han ido haciendo la historia más profunda. Como señaló Azorín:
... lo que no se historiaba, ni novelaba, ni se cantaba en poesía, es lo que la generación del 98 quiere historiar, novelar y cantar. Copiosa y viva y rica materia nacional, española, podía entrar en el campo del arte.
En los escritores del 98, por su parte, el amor a España se combina con el anhelo de europeización, muy vivo en su juventud. Apertura hacia Europa y revitalización de los valores propios, "castizos", se equilibran en una famosa frase de Unamuno: "Tenemos que europeizarnos y chapuzarnos de pueblo". Con el tiempo, sin embargo, dominará en casi todos ellos la exaltación casticista.
1. España en Unamuno
Si un eje en la obra de Unamuno está constituido por los conflictos religiosos y existenciales, el otro eje sería su constante preocupación por España. Su inmenso amor por ella le arranca el grito de "¡Me duele España!". Y en la novela Niebla proclama:
¡Pues sí, soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo!
Su temprana obra En torno al casticismo (1895) plantea ya algunas de las cuestiones que serán centrales en el 98: la valoración de Castilla, la articulación de casticismo y europeización, el interés por la intrahistoria. Sobre este último punto, véase lo que escribió en carta a su amigo Gavinet:
La historia, la condenada historia [...], nos ha celado la roca viva de la constitución patria [...]. Hemos atendido más a los sucesos históricos que pasan y se pierden, que a los hechos subhistóricos que permanecen y van estratificándose en profundas capas. Se ha hecho más caso del relato de tal o cual hazañosa empresa de nuestro siglo de caballerías, que a la constitución rural de los repartimientos de pastos en tal o cual olvidado pueblecillo.
Su evolución ideológica le llevó a relegar a un segundo término los problemas materiales concretos, para prestar creciente atención a las cuestiones espirituales. Especial importancia tiene, en ese sentido, su Vida de Don Quijote y Sancho, de 1905. Es una personalísima interpretación de la magna obra cervantina como expresión del alma española. Su conclusión es ésta: los males de la patria residen en que ya no hay Quijotes; la ramplonería lo domina todo. Habría que emprender "la santa cruzada de ir a rescatar el sepulcro del Caballero de la Locura del poder de los hidalgos de la Razón".
A partir de esta obra, además, Unamuno parece sustituir su antiguo anhelo de "europeizar a España" por una afirmación de los valores castizos. Y así llega a su programa de "españolizar a Europa" y al "¡Que inventen ellos!"; España puede limitarse, según repitió, a ser reserva espiritual del mundo moderno.
El tema de España, en fin, está presente en otras obras de Unamuno, como Por tierras de Portugal y España (1911), Andanzas y visiones españolas (1922), así como en buena parte de su obra poética.
2. España en Azorín
José A. Martínez Ruiz, Azorín (1873-1967) |
José Martínez Ruiz nació en Monóvar (Alicante) en 1873. Hizo sus primeros estudios en Yecla, ciudad recordada en su obra. Cursó estudios de Derecho en Valencia, Granada y Madrid, pero se dedicaría toda su vida al periodismo. Desde 1904 utiliza el seudónimo de Azorín, nombre del protagonista de sus primeras novelas. En su juventud mantuvo un radicalismo político y en su madurez, en cambio, fue diputado conservador en varias ocasiones. Ingresó en la Real Academia Española en 1924. Falleció en Madrid en 1967.
La visión azoriniana de la historia y el paisaje sólo se comprenderá si se tiene en cuenta su temperamento melancólico y su espíritu nostálgico (pasada su exaltación juvenil). Azorín mira a España desde su obsesión por el tiempo, por la fugacidad de la vida, con un íntimo anhelo de apresar lo que permanece por debajo de lo que huye, o de fijar en el recuerdo las cosas que pasaron. En Azorín, más que en ningún otro, se aprecia ese paso de lo histórico a lo intemporal. De ahí, su "lograda y quietista mitificación de nuestro pasado histórico", en acertada expresión de J.C. Mainer.
Así, en libros como Los pueblos (1905) o Castilla (1912), sus dos títulos más famosos, abundan las páginas en que revive el pasado, con sus viejos hidalgos y sus místicos, con sus catedrales y sus castillos, con sus ciudades y pueblos, por cuyas callejas transitan Manrique y Fray León, o Celestina y Lazarillo... Incesante esfuerzo, en efecto, por recobrar el tiempo ido y, a la vez, por encontrar la esencia de España en su historia: en su "intrahistoria", porque -aun sin emplear esta palabra- Azorín coincide con Unamuno en su interés por esos aspectos cotidianos, escondidos y profundos, del pasado.
Los grandes hechos son una cosa y los menudos hechos son otra. Se historia los primeros. Se desdeña los segundos. Y los segundos forman la sutil trama de la vida cotidiana.
Las evocaciones de paisaje merecen párrafo aparte. Azorín mira el paisaje con ojos entrecerrados, proyectando sobre lo que ve su sensibilidad melancólica. Tras sus innumerables viajes, pintó todas las tierras de España, pero son especialmente inolvidables sus visiones de Castilla: sus llanuras, sus peladas colinas, las riberas de los regatos con su inesperado verdor... y el "alma" de aquellas tierras. Y el alma de Azorín.
El paisaje somos nosotros; el paisaje es nuestro espíritu, sus melancolías, sus placideces, sus anhelos.
No cabe formulación más certera de ese subjetivismo al que hemos estado aludiendo.
A todo ello corresponde el lirismo de su prosa limpia, precisa, con el fluir lento y transido de sus frases cortas. Y esa técnica miniaturista de sus descripciones, atentas al detalle revelador, a lo que Ortega llamó "primores de lo vulgar".
Recordemos, además de los dos ya mencionados, otros libros de Azorín en que se reúnen estampas y evocaciones de las tierras y del pasado: La ruta de Don Quijote (1905), Un pueblecito (1916), El paisaje de España visto por los españoles (1917), Una hora de España (1924), etc. La presencia del paisaje es fundamental en sus novelas, vecinas al ensayo por lo tenue del argumento: La voluntad (1902), Antonio Azorín (1903), Las confesiones de un pequeño filósofo (1904), etc. Finalmente, otra faceta de su interés por nuestro pasado serían sus ensayos de crítica literaria, en los que "revive" páginas memorables o rememora a autores y personajes: Lecturas españolas (1912), Clásicos y modernos (1913), Al margen de los clásicos (1915), ...
Ramiro de Maeztu (1874-1936) |
Ramiro de Maeztu nació en Vitoria en 1874. Residió en diversos países hasta que en 1897 se instala en Madrid, donde forma el "grupo de los Tres" con Azorín y Baroja. De 1905 a 1916 residió en Londres como corresponsal de prensa. Son los años en que su ideología va cambiando y se inclina hacia el tradicionalismo político y religioso. De nuevo en España, defendió la dictadura de Primo de Rivera. En 1931 crea Acción española, revista antirrepublicana y antimarxista, y triunfa como diputado monárquico. Ingresa en la Academia en 1935. Sus ideas coincidían en buena parte con las de Falange. En 1936 fue condenado por un tribunal popular y fusilado.
La evolución ideológica de Maeztu es pues un caso extremo dentro del grupo del 98. En su juventud fue el más revolucionario de todos. De entonces son los artículos recogidos en Hacia otra España (1899), una visión implacable de la decadencia, expuesta con singular exaltación.
No menos vehemente es el tono con que defenderá, en su madurez, ideas de signo opuesto, netamente tradicionalistas. Su pensamiento de la última época se condensa en Defensa de la Hispanidad (1934), donde exalta la España imperial y su acción en América. Para el Maeztu de ahora, la fuerza de España estuvo y debe estar en su credo católico, robustecido en la lucha contra moros y judíos, y capaz de integrar a pueblos y razas distintas (las que constituyen la "Hispanidad").
Maeztu es también autor de un brillante ensayo sobre tres grandes mitos españoles, Don Quijote, Don Juan y la Celestina (1916), vistos desde sus personales posturas.
4. Baroja y España
El árbol de la ciencia nos depara pruebas rotundas del lugar que la preocupación por España ocupa en Baroja: por un lado, su violenta denuncia de las "deformidades" de la vida española, y por otro, la defensa de España ante los ataques de un extranjero.
En Juventud, egolatría pueden leerse estas frases: "Yo parezco poco patriota; sin embargo lo soy". Confiesa tener "la preocupación de desear el mayor bien para mi país; pero no el patriotismo de mentir".
Al lado del patriotismo de desear, está la realidad. ¿Qué se puede adelantar con ocultarla?
Y así, España, amada con amargura, estará presente en su obra como un fondo pobre, triste, brutal.
Del mismo libro son estas palabras:
Tengo dos patrias regionales: Vasconia y Castilla, considerando Castilla, Castilla la Vieja [...] Todas mis inspiraciones literarias proceden de Vasconia o de Castilla.
En efecto, los paisajes de la Meseta vivirán siempre en su pluma, como en la de los otros escritores del 98. Les igualan en intensidad sus visiones de la tierra vasca. Pero también pueden hallarse en su obra espléndidas captaciones del ambiente de alguna otra región, como el país valenciano.