Biografía: https://escriturayescritoresbiografias.blogspot.com/2024/07/dolores-redondo.html
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Edición original: 2012
Ya despiertas, permanecían en la cama escuchando la charla amena de sus padres en la cocina y disfrutando de la sensación de la cama limpia, el sol templando la ropa, los haces dibujando caprichosos senderos de polvo en suspensión. A veces incluso, antes de desayunar, su madre ponía en el tocadiscos del salón uno de aquellos viejos discos suyos, y las voces de Machín o de Nat King Cole invadían la casa con sus boleros y sus chachachás. Entonces su padre tomaba a su madre por la cintura y bailaban unidos, con las caras muy juntas y las manos entrelazadas, girando y girando por todo el salón sorteando los pesados muebles encerados a mano y las alfombras que alguien había tejido en Bagdad. Las niñas salían de sus camas descalzas y soñolientas, y se sentaban en el sofá para verlos bailar mientras sonreían un poco avergonzadas, como si en lugar de verles bailar les hubieran sorprendido en un acto más íntimo. Ros siempre era la primera en abrazarse a las piernas de su padre para unirse al baile; después iba Flora, que se agarraba a la madre, y Amaia sonreía desde el sofá, divertida por la torpeza del grupo de bailarines que daban vueltas canturreando los boleros. Ella no bailaba, porque quería seguir viéndolos, porque quería que aquel ritual durase un poco más, y porque sabía que si se levantaba y se unía al grupo el baile cesaría de inmediato en cuanto rozase a su madre, que lo dejaría con una disculpa absurda, como que estaba ya cansada, que ya no le apetecía bailar más o que tenía que ir a ver el pan que se cocía en el horno. Cuando eso ocurría, el padre la miraba desolado y bailaba un rato más con la niña, intentando compensar el agravio, hasta que cinco minutos más tarde su madre volvía al salón y apagaba el tocadiscos aduciendo que le dolía la cabeza.