Miguel de Unamuno fue en vida un agitador de la conciencia española; por importante que fuera este papel para sus coetáneos, Unamuno es un gigante del pensamiento moderno debido no a su postura sociocultural, un tanto exagerada, sino a su obra escrita. La obra de Unamuno, como la de Joyce o Proust, es ante todo una fuente, un surtidor, de la literatura del siglo XX.
En nuestra época de sobre-especialización, los términos filosofía y filósofo han sufrido una deformación restrictiva. El hombre que profesa una filosofía se encuentra hoy día muy distanciado del especialista académico. Por consiguiente, se le ha negado a Miguel de Unamuno, especialmente en España, su lugar en la historia de los hombres que han creado obra filosófica. Unamuno se consideró a sí mismo poeta, es decir, creador, pero, en el sentido más genuino del término, fue filósofo, y nos ha dejado una antropología filosófica en sus ensayos y en sus novelas.
Entre 1895, año de la publicación de En torno al casticismo, y 1930, año en que terminó San Manuel Bueno, mártir, Unamuno tomó tres perspectivas filosóficas distintas, pero íntimamente relacionadas y progresivamente desarrolladas. Es notable que a pesar de las diferencias de tópico y en el estilo adoptado por Unamuno, en cada caso expresó su concepto filosófico en una dialéctica abierta de oposiciones. Unamuno encuentra la estructura lógica de la dialéctica como método de investigación. Este método consiste en formular la encuesta en términos de conceptos contradictorios que mutuamente se excluyen y cuya relación, por tanto, es de mutua dependencia opositora.
El método dialéctico de Unamuno dramatiza el pensamiento básico de la filosofía agónica, ya que el ser es esencialmente un fenómeno "en lucha". Claro está que no hablamos de un sistema filosófico como se ha entendido este término desde la obra de los idealistas alemanes, pero sí queremos hacer hincapié en que se trata de una filosofía que primordialmente atañe a la realidad vista como energía en marcha y sin fin. Implícitamente, en este acercamiento ya está presente una profunda y original penetración de lo real en términos de ser-en-lucha.
Esta filosofía tiene tres etapas que ya hemos señalado como perspectivas. Estas perspectivas no son contraresoluciones del mismo problema, sino manifestaciones complementarias de la problemática ontológica de la realidad en dimensiones de: 1) ser-en-lucha, 2) ser-en-el-mundo, y 3) ser-de-la-obra-en-el-mundo. Entendamos que la segunda y la tercera perspectiva filosófica son el desarrollo de la formulación incial del ser como ser-en-lucha.
El ser es inconcebible en términos estáticos; el término ser puede cobrar su sentido real sólo expuesto como ser-en-lucha, lo cual señala un esfuerzo constante para continuar siendo; por consiguiente, el ser se mantiene como ser-en-lucha por una negación persistente del no-ser. El ser, desde la perspectiva del yo personal, se expresa como ser-en-el-mundo; aquí, la oposición, que es el signo fundamental de la realidad, se expresa en un constante debatirse con la muerte. El obrar del yo, es decir, la actividad que caracteriza al ser-en-el-mundo, forma una perspectiva distintiva, ya que tiene una existencia independiente de su creador, y también tiene el potencial de mantenerse en tensión por sucesivas recreaciones del otro yo.
Repasemos las perspectivas como problemas filosóficos antes de trazar el desarrollo cronológico de la obra de Unamuno. La primera perspectiva es la del problema metafísico de la totalidad de la existencia. Cuando Unamuno se ocupa de este problema se lanza hacia la búsqueda de la realidad dramáticamente, rechazando la razón y haciendo notable su dependencia en la intuición que denomina el sentimiento; pero es imprescindible tener en cuenta que por debajo de esta postura, un tanto notoria, está un profundo conocimiento del pensamiento religioso-filosófico de Harnack, de los conceptos metafísicos de Platón y de la lógica de Hegel. Estos sistemas forman el sustrato de esta búsqueda por medio del sentimiento. La cumbre lograda en En torno al casticismo (1895) es la de una perspectiva de la realidad como un flujo siempre cambiante. Es un devenir en proyección, en una continuidad que metafóricamente se caracteriza por palabras como flujo continuo y unido. Se distingue fundamentalmente del tiempo humano, brote necesario de la razón, que concibe la realidad como una serie de fragmentos hilvanados. Esta primera perspectiva se formula en estos términos: a) la corriente del movimiento, que es la realidad, está continuamente produciéndose, y b) la afirmación de la totalidad es una constante oposición al no-ser. Ya que en esta perspectiva no se considera a la conciencia personal, no hay punto de vista; hay únicamente una interrelación -la totalidad de la existencia, el ser mismo definido vitalmente como ser-en-lucha. Metafóricamente, se expresa esta totalidad como una corriente eterna de lucha. Está el ser "en-lucha" porque como existencia siempre está reconquistando su ser. En esta perspectiva, la filosofía agónica se presenta como el designio dialéctico del ser-en-lucha que es la consideración de la existencia como una constante afirmación del ser y negación del no-ser. El parentesco de esta perspectiva unamuniana con la obra de Bergson se señala más con el acercamiento vitalista y el rechazo de la razón como distorsión de la realidad en favor de la intuición.
La segunda perspectiva de Unamuno tiene como punto de partida al yo concreto e individual que está-ahí-en-el-mundo. Aquí dejamos la investigación tradicional de la esencia de la existencia y entramos en la consideración del ser por medio del yo, cuya existencia se investiga como precedente de toda esencia. Esta perspectiva se explica con las siguientes consideraciones:
a) La continuación de la existencia para el yo es el esfuerzo del querer-ser; la fuerza de la voluntad del yo es la fuerza vital de su proyecto, de modo que no hay diferencia entre ser-en-el-mundo y el concepto cotidiano que se expresa como "querer ser". El yo existe aislado en su devenir, pero dependiente del otro como hacedor de su coexistencia continua. He aquí la raíz de la agonía del yo aislado y a la vez dependiente de su prójimo.
b) La existencia del yo es la incesable reconquista de su ser frente a la amenaza del no-ser. Esta perspectiva es la de la lucha del yo ante su muerte.
Todo yo, sabiéndolo o no, va hacia la muerte propulsado por su proyecto de querer-ser, fuente de conciencia que caracteriza al yo en su existencia. Puede que el yo radique en un estado no auténtico y, por tanto, no reconozca la muerte como su muerte, como el fin venidero que en sí es la posibilidad de un anonadamiento. Por consiguiente, el yo no auténtico no está consciente de que él, en conjunto con sus otros yo, es el hacedor de su proyecto. Hasta que el yo llegue al conocimiento de la lucha contra su muerte como su realidad no logrará un estado auténtico de existencia. La realización del aislamiento radical sin mitigación por el yo no solamente produce la conciencia de responsabilidad como hacedor de su futuro, sino que también trae consigo un sentido de responsabilidad hacia sus otros yo con quien coexiste y de quien cobra su estado de ser-en-el-mundo.
El yo se siente comprometido con su mundo y la relación agónica se realiza a través de su esfuerzo por personalizarlo, por serlo todo, por ser el otro y a la vez no perder la identidad de su yo. El proceder filosófico de esta perspectiva difiere también de la primera perspectiva, en que se suprime la intuición de ésa en favor de un conocimiento fenomenológico. Esta penetración de la realidad es el encuentro de la conciencia a través del yo con su orbe que resulta del fenómeno del ser-en-el-mundo. El yo que logra plena conciencia de estas interrelaciones logra a la vez un sentido de responsabilidad basado en su aislamiento como el hacedor.
Es en esta perspectiva como se puede considerar a Unamuno como uno de los existencialistas del siglo XX. Aquí se plantea el problema de la realidad desde el punto de vista del yo personal en su mundo, completamente aislado por la muerte y completamente dependiente del otro por la vida. Su existencia -su yo- precede a su esencia -su mundo-, pero cobra conciencia sólo como ser-en-el-mundo. La vida del yo es un desnacer que le lleva a la muerte. El desnacer es la lucha por la vida, que es su destino. El conocimiento de esta situación es lo que Unamuno llama "el sentimiento trágico de la vida".
La tercera perspectiva no se enfrenta con el concepto de la totalidad ni con el yo en su sentido ecuménico, sino con la realidad del obrar del yo. Ésta es la órbita de ideas, tradiciones y memorias que existe en la conciencia de los hombres como comunidad; es, en su sentido esencial, la conciencia del trabajo del hombre y su recuerdo colectivo, que es la historia. Hay también un olvido colectivo que de vez en cuando la conciencia penetra, y es lo que Unamuno llama la "intrahistoria".
Primordialmente, esta perspectiva considera ese aspecto del trabajo del hombre que comprende el pensamiento del yo transmitido al otro y re-creado por el otro -el texto, la obra de arte, la construcción por cierta permanencia, etc. Por supuesto, mucho de lo que ha hecho el hombre está destinado a perderse, es decir, a no quedar dentro de la memoria colectiva; por consiguiente, hay una relación continua de interacción entre historia e intrahistoria. Ahora bien, esas obras del hombre que están dentro de la historia y están disponibles existen por su propia cuenta y no meramente como residuo de su existencia. Existe entonces la posibilidad de que la experiencia personal del yo creador sea leída o percibida por otros y, por tanto, cobre de nuevo vida y pujanza. Esta realidad colectiva se mantiene por el yo personal dentro de su tradición colectiva de lengua y cultura. Esta tercera perspectiva se puede describir así:
a) Debido al esfuerzo del otro, las obras de algunos pensantes cobran vida propia, de la que se nutre la colectividad de lengua y cultura.
b) La colectividad cultural está en flujo y el trabajo del hombre está siempre situado entre la historia y la intrahistoria.
Claro está que el texto escrito tiene un papel primordial en esta perspectiva del trabajo, cuya existencia realiza el esfuerzo de la segunda perspectiva del yo que busca serlo todo y aun mantener su identidad única.
Pasemos ahora a considerar el desarrollo de esta filosofía en los escritos de Unamuno. Tengamos en cuenta que el pensamiento unamuniano se cubre constantemente con la metáfora. Años de depuración ligan la intuición metafórica y el substrato de metafísica y de lógica que ha acumulado Unamuno. Esta filosofía tiene su expresión más nítida en las obras creativas de Unamuno, aunque nosotros, los lectores, necesitamos los ensayos filosóficos como guía de esta poesía-filosofía. Las cumbres de este pensamiento se encuentran en los tres máximos ensayos filosóficos de Unamuno, que serán nuestra guía: En torno al casticismo, de 1895; Del sentimiento trágico de la vida, de 1912, y La agonía del cristianismo, de 1925.
En torno al casticismo es la primera y más extensa presentación por Unamuno de su concepto de la intrahistoria con las aportaciones a la tradición del hombre común y a la historia. Pero además, Unamuno desarrolla aquí la idea metafísica de temporalidad como un flujo y reflujo siempre cambiante y continuo. Escribe:
Pero lo que pasa queda, porque hay algo que sirve de sustento al perpetuo flujo de las cosas.
La continuidad del devenir ya está bien marcada aquí como la temporalidad en sí, pero Unamuno todavía no llega al corazón del problema, lo que señala como "algo que sirve de sustento". Unamuno sigue adelante su exposición:
Un momento es el producto de una serie, serie que lleva en sí, pero no es el mundo un caleidoscopio.
Un momento contiene en sí su participación en una serie porque su significado como orden se debe enteramente a la suposición de la serie. Momentos fuera de la serie no serían más que fragmentos de un caleidoscopio; es decir, caos.
Unamuno, como Heidegger o Ricoeur, reconoce la importancia filosófica de la métafora. Se acoge a la fuerza creativa de la expresión metafórica como un instrumento filosófico que no tiene igual en el discurso descriptivo. En busca de ese "algo que sirve de sustento". Unamuno crea metafóricamente un símbolo de la realidad:
Las olas de la historia, con su rumor y su espuma que reverbera al sol, ruedan sobre un mar continuo, hondo, inmensamente más hondo que la capa que ondula sobre un mar silencioso y a cuyo último fondo no llega el sol. Todo lo que cuentan a diario los periódicos, la historia toda del "presente momento histórico", no es sino la superficie del mar, una superficie que se hiela y cristaliza en los libros y registros, y una vez cristalizada así, una capa dura, no mayor con respecto a la vida intrahistórica que esta pobre corteza en que vivimos con relación al inmenso foco ardiente que lleva dentro.
Así, con estas palabras, empieza formarse la metáfora de la totalidad impersonal que Unamuno nunca perderá. Tengamos en cuenta que el lago de San Manuel Bueno, mártir deriva de este mar intrahistórico. En esta metáfora, la superficie del mar es el momento contemporáneo que el hombre está viviendo y que puede pasar como la totalidad, sin darse cuenta de la profundidad del mar, que es el sustento de esta superficie de la actualidad. Para Unamuno, esta visión de la superficie -real en sí como parte de la totalidad- puede convertirse en la falsificación de la realidad, ya que la superficie depende de la profundidad, así como la profundidad se realiza en la superficie. La falsedad brota del esfuerzo racional de separar a la profundidad de la superficie y llamarla historia o, al contrario, separar la superficie de la profundidad y llamarla noticia de actualidad. Al aislarlo, el hombre hiela y cristaliza la realidad con el resultado de una abstacción que puede ser lógica, pero no real. Unamuno continúa:
Una ola no es otra agua que otra, es la misma ondulación que corre por el mismo mar.
La totalidad siempre cambiante del mar señala metafóricamente la totalidad metafísica del ser-en-lucha. La actualidad, como marea que sube con su oleaje constante, manifiesta la actualidad del ser y del no-ser:
En este fondo del mar, debajo de la historia, es donde vive la verdadera tradición, la eterna, en el presente, no en el pasado, muerto para siempre y enterrado en cosas muertas. En el fondo del presente hay que buscar la tradición eterna, en las entrañas del mar, no en los témpanos del pasado, que al querer darles vida se derriten, revertiendo sus aguas al mar. Así como la tradición es la sustancia de la historia, la eternidad lo es del tiempo, la historia es la forma de la tradición como el tiempo la de la eternidad.
El concepto de realidad que inicia aquí Unamuno es el del eterno flujo que no permite reducirse a las abstracciones racionales. La metáfora del mar capta la intuición de la realidad que tiene antecedentes en la filosofía presocrática, notablemente en el pensamiento de Heráclito. Estos conceptos de Unamuno, en parte, anticipan el élan vital de Henri Bergson con su visión del tiempo como un venir eterno. La diferencia notable es que Bergson ha formulado una interpretación biológica del proceso de la evolución, mientras que Unamuno desarrolla su pensamiento a través de la tradición como base de la historia. En el primer contacto que tuvo Unamuno con la obra de Bergson -su lectura de L'evolution créatrice- reconoció el íntimo parentesco que los dos tenían en su visión de la realidad.
Esta perspectiva del ser-en-lucha es la fundamental del pensamiento de Unamuno. Como ya se ha dicho, Unamuno, junto con Bergson, rechaza la superioridad del método analítico en favor de un conocimiento directo. Para Unamuno, este conocimiento directo será el principio de la perspectiva fenomenológica con antecedentes directos en la Fenomenología del espíritu de Hegel y con paralelos a la obra de Heidegger. Ahora bien, en Unamuno esta intuición es, por un lado, conciencia del objeto y, por otro, conciencia de sí mismo por el yo consciente. Es decir, la base del conocimiento es la conciencia de aquello que para él es la verdad y la conciencia de saberlo. Ambas son una experiencia unitaria que brota del encuentro con el mundo. Así podemos decir que para Unamuno la esencia de lo real se funda en la intuición de la experiencia integral, que es condición previa de toda inteligibilidad. Sin embargo, cuando Unamuno usa el lenguaje discursivo para ampliar y desarrollar la metáfora del mar, por necesidad tiene que recurrir a la lógica de la gramática de la misma lengua. La intuición de este espíritu poético da la penetración inicial que ya hemos recorrido en la metáfora del mar, pero es una incongruencia desconcertante para el lector ver una intuición presentada en términos dialécticos.
Cuando señalamos que el flujo eterno es concebido por Unamuno como un estado de lucha queremos decir que la permanencia del mismo es la fuerza del ser y el no-ser en oposición. De ningún modo debe entenderse por esta lucha que hay dos entidades puestas en oposición. Unamuno es ante todo realista y nunca propondría tales abstracciones. El eje de esta filosofía se expresa en términos concretos y realistas para dar a conocer que la realidad es un esfuerzo, una lucha, un trabajo, y este lenguaje dialéctico es la exposición del ser. Lo creativo existe por lo destructivo -cada uno siendo la garantía del otro-, y esta acción del existir es el ser; está creándose y destruyéndose en un eterno subir.
En Del sentimiento trágico de la vida, Unamuno siguió exponiendo la base de esta filosofía, que hemos llamado la primera perspectiva:
Es una cosa terrible la inteligencia. Tiende a la muerte como a la estabilidad la memoria. Lo vivo, lo que es absolutamente inestable, lo absolutamente individual, es, en rigor, ininteligible. La lógica tira a reducirlo todo a entidades y a géneros... La identidad, que es la muerte, es la aspiración del intelecto. La mente busca lo muerto, pues lo vivo se le escapa; quiere cuajar en témpanos la corriente fugitiva, quiere fijarla... Para comprender algo, hay que matarlo, enrigidecerlo en la mente. La ciencia es un cementerio de ideas muertas, aunque de ellas salga vida.
La segunda perspectiva se formula en los años precedentes a Del sentimiento trágico de la vida, y en esta obra se logra su expresión más completa. Esta perspectiva toma un curso nuevo sin reemplazar la primera. Es notable aquí la ausencia de toda consideración tradicional de la esencia. Esta investigación supone la existencia ante toda otra consideración. La realidad de la existencia del yo ahí-en-el-mundo es la base de la perspectiva.
Examinemos esta dimensión filosófica de índole tan radical tal como la presentó Unamuno en 1912. En el capítulo titulado "El punto de partida" de Del sentimiento trágico de la vida, Unamuno se opone a la obra de Descartes con estas palabras:
Lo malo del discurso del método de Descartes no es la duda previa metódica; no es que empezara queriendo dudar de todo, lo cual no es más que un mero artificio; es que quiso empezar prescindiendo de sí mismo, del Descartes, del hombre real, de carne y hueso, del que no quiere morirse, para ser un mero pensador, esto es, una abstracción... La verdad es sum, ergo cogito, "soy, luego pienso".
Por consiguiente, si la existencia del yo precede a toda su esencialidad, incluyendo su deliberación racional, el yo es el hacedor de su destino.
Existir es el hecho de ser ahí-en-el-mundo. Lo principal aquí es reconocer que esta existencia es de contingencia, no de necesidad. Ésta es la condición aterrorizadora en que se encuentra el yo y de la cual se trata de escapar con la fe en un ser causante. Pero si esta fe se pierde, el yo se ve obligado a buscar otra salida y, por fin, a mirarse a sí mismo y luego a su mundo. Esto es lo que Unamuno ha llamado "en el fondo del abismo", y para poder vivir de esta agonía, el yo llega a tener el sentimiento trágico de la vida:
Ni, pues, el anhelo vital de inmortalidad humana halla confirmación racional, ni tampoco la razón nos da aliciente y consuelo de vida y verdadera finalidad de ésta. Mas he aquí que en el fondo del abismo se encuentran la desesperación sentimental y volitiva y el escepticismo racional frente a frente, y se abrazan como hermanos... La paz entre estas dos potencias (la razón y el sentimiento) se hace imposible, y hay que vivir de su guerra. Y hacer de ésta, de la guerra misma, condiciones de nuestra vida espiritual.
El hombre individual, el de carne y hueso, el yo que siente y sufre, y sobre todo muere, es el eje de esta perspectiva. La existencia es la lucha del ser contra el no-ser, que, en términos del yo, quiere decir vida y muerte. La contingencia de la muerte transforma a algunos yo, haciéndoles reflejar, dudar y buscar el sentido de la vida. Estos hombres, al principio, se encuentran solos, sin apoyo alguno, en el abismo de la posible aniquilación, pero luego se reencuentran y comprenden que la lucha que les atormenta no es un medio, sino la existencia misma.
El yo llega así a estar consciente de su existencia y, por consiguiente, está consciente de que es el hacerdor de su proyecto hacia la muerte. Este estado auténtico del yo es lo que Unamuno llama el sentimiento trágico de la vida:
Quedémonos ahora en esta vehemente sospecha de que el ansia de no morir, el hambre de inmortalidad personal, el conato con que tendemos a persistir indefinidamente en nuestro ser propio..., eso es la base efectiva de todo conocer y el íntimo punto de partida personal de toda filosofía humana, fraguada por un hombre y para hombres...
Y este punto de partida personal y afectivo de toda filosofía y de toda religión es el sentimiento trágico de la vida.
Ahora bien, queda expuesta la base metafísica de esta filosofía del yo agónico, pero aún queda por examinar la aplicación práctica, es decir, la antropología existencial de Unamuno.
El yo personal y afectivo está en el mundo y lo conoce por medio de su querer-ser, que le da plena conciencia de ser ahí-en-el-mundo.
Existe, en efecto, para nosotros todo lo que, de una o de otra manera, necesitamos conocer para existir nosotros; la existencia objetiva es, en nuestro conocer, una dependencia de nuestra propia existencia personal.
El análisis racional es una facultad secundaria y sociológica en su origen. Así lo explica Unamuno:
Y si el individuo se mantiene por el instinto de conservación, la sociedad debe su ser y su mantenimiento al instinto de perpetuación de aquél. Y de este instinto, mejor dicho, de la sociedad, brota la razón. La razón, lo que llamamos tal, el conocimiento reflejo y reflexivo, el que distingue al hombre, es un producto social.
Sigue con claridad que si el yo busca conocer la realidad del ser -de su ser- que es el ser ahí-en-el-mundo, no puede llegar con la razón ni con la intuición inicial de la primera perspectiva de esta filosofía, sino que tendrá que desarrollar una conciencia fenomenológica que ya hemos denominado el sentimiento trágico. Este desarrollo empieza con estar consciente de la posibilidad inminente que puede ser el fin de todas las posibilidades: la muerte. El hombre de carne y hueso que tiene el sentimiento trágico se siente comprometido con su mundo que existe por él y está amenazado por su muerte, la muerte del yo personal. Este estado auténtico del yo se convierte en una inmensa interrelación de todo el mundo material y espiritual con el yo que lo personaliza todo.
El yo auténtico logra este estado de personalización al mirar a su alrededor, en una reconsideración de las relaciones vitales que comparte con su mundo y con los otros yo. Este yo ha logrado estar consciente de su posición primordial como eje de su universo. Como hacedor de esta red de relaciones, se siente con responsabilidad por la personalización de todo, por serlo todo.
Y si doloroso es tener que dejar de ser un día, más doloroso sería, acaso, seguir siendo siempre uno mismo, y no más que uno mismo, sin poder ser a la vez otro, sin poder ser a la vez todo lo demás, sin poder serlo todo.
Entendamos bien que el "serlo todo" de Unamuno es el estado auténtico del yo resultante de vivir con y del sentimiento trágico de la vida.
Si miras al Universo lo más cerca y lo más dentro que puedes mirarlo, que es en ti mismo; si sientes y no ya sólo contemplas las cosas todas en tu conciencia, donde todas ellas han dejado su dolorosa huella, llegarás al hondón del tedio, no ya de la vida, sino de algo más: al tedio de la existencia, al pozo de la vanidad de vanidades. Y así es como llegarás a compadecerlo todo, al amor universal.
En los párrafos siguientes, la antropología, lentamente, toma su forma de autoconocimiento para el yo de su situación como ser ahí-en-el-mundo.
Para amarlo todo, para compadecerlo todo, humano y extrahumano, viviente y no viviente, es menester que lo sientas todo dentro de ti mismo, que lo personalices todo.
El mundo, el otro, o aun el yo en aislamiento, es una abstracción racional. La realidad del ser solamente puede ser conocida por el yo en términos de su ser, y estos términos son los de la red de relaciones que ya hemos llamado el ser ahí-en-el-mundo. El esfuerzo que mantiene esta existencia está en el corazón de la malla y es el querer ser. Veamos cómo emana de esta fuente del yo el esfuerzo del ser.
El amor personaliza cuanto amas. Sólo cabe enamorarse de una idea personalizándola. Y cuando el amor es tan grande y tan vivo, y tan fuerte y desbordante que lo ama todo, entonces lo personaliza todo y descubre que el total Todo, que el Universo es Persona también que tiene una Conciencia. Conciencia que a su vez sufre, compadece y ama, es decir, es conciencia. Y a esta Conciencia del Universo, que el amor descubre personalizando cuanto ama, es a lo que llamamos Dios.
Solamente el yo auténtico que personaliza su condición completa en su mundo llega a crear esta máxima conciencia de compromiso que es el Dios de Unamuno. Concluye este pensamiento con este párrafo:
Dios es, pues, la personalización del Todo, es la Conciencia eterna e infinita del Universo, Conciencia presa de la materia, y luchando por libertarse de ella. Personalizamos al Todo para salvarnos de la nada.
El deseo de serlo todo es el espíritu de personalización que tiene que vencer al materialismo despersonalizado. Este esfuerzo de personalización produce una reconsideración personal y auténtica del mundo.
Este nuevo encuentro del yo con su universo transforma todas sus relaciones. Los otros que están ahí y las cosas que se ven cambian en su condición frente al yo, llegando a tener un nuevo valor, llegando a ser parte del yo; es decir, cada cosa tendrá su valor en relación con el yo y cada otro yo será único e insustituible. Unamuno considera el estado auténtico como el resultado del contacto con la realidad que para el yo es el ser ahí-en-el-mundo, una lucha contra la muerte. El obrar del yo auténtico presenta la más alta moral. Unamuno escribe:
Podemos formularla así: obra de modo que merezcas a tu propio juicio y a juicio de los demás la eternidad, que te hagas insustituible, que no merezcas morir. O tal vez así: obra como si hubieras de morirte mañana pero para sobrevivir y eternizarte. El fin de la moral es dar finalidad humana, personal, al Universo; descubrir la que tenga -si es que la tiene- y descubrirla obrando...
Cada hombre es, en efecto, único e insustituible; otro yo no puede darse; cada uno de nosotros -nuestra alma, no nuestra vida- vale por el Universo todo.
Unamuno lleva su filosofía a la consideración auténtica de la sociedad y con ésta llegamos al Dios unamuniano.
El sentimiento de solidaridad parte de mí mismo; como soy sociedad, necesito adueñarme de la sociedad humana; como soy un producto social, tengo que socializarme, y de mí voy a Dios -que soy yo proyectado al Todo- y de Dios a cada uno de mis prójimos.
He aquí la exposición más directa y clara del origen existencial de Unamuno. Esta segunda perspectiva continuó como la segunda dirección, la filosofía del hombre, formando una parte esencial de su filosofía agónica hasta su muerte, en 1936.
Doce años después de Del sentimiento trágico de la vida, en 1924, Unamuno escribió en el exilio La agonía del cristianismo, donde expone la continuación de la segunda perspectiva. La base metafísica ya discutida está presente aquí también, aunque esta obra sea el punto de máximo enfoque para la tercera perspectiva.
Agoniza el que vive luchando, luchando contra la vida misma. Y contra la muerte. Es la jaculatoria de Santa Teresa de Jesús: "Muero porque no muero".
El yo tiene que luchar contra la vida misma y contra la muerte porque es un ser en agonía. La realidad es lucha y, por consiguiente, el yo está en debate hasta la muerte. Cada momento de su vida es el resultado del esfuerzo por mantenerse en su existencia. Adaptando las palabras de la mística española, Unamuno las emplea para exponer su credo filosófico: cuando llegue el momento en que el yo ya no esté muriendo y la vida y la muerte ya no estén íntimamente abrazadas en lucha es porque ha muerto -ya no es nada-, ha desaparecido el universo insustituible de un yo.
La tercera perspectiva considera la obra del yo no como una contribución anónima del hombre de la intrahistoria, sino como el trabajo del yo único. Los principios de esta perspectiva se empezaron a vislumbrar en la teoría de los niveles de personalidad, específicamente en la idea de que durante la vida del yo existe otro yo creado y mantenido de lo que los otros piensan de él. El yo da la posibilidad de este yo que otros creen que él es por su presencia y su personalidad, pero al morirse solamente queda memoria y obra. La memoria, lentamente, se desvanece, aunque el yo hubiera pasado a la historia. La obra del yo puede resistir más, pero rara vez tiene la potencia de re-crear la personalidad del yo si no es por la palabra. La palabra puede hurtar al olvido y re-crear al yo no como fue para sí mismo, pero sí un aspecto del complejo centro de un universo, es decir, un aspecto vital de un hombre de carne y hueso.
A través de las palabras escritas, un yo puede ser creado y recreado por otros yo sin limitaciones de su vida y, a la vez, puede contribuir a la formación del mundo de cada uno de los lectores. Este pensamiento tiene su expresión más profunda en La agonía del cristianismo:
Y, por mi parte, me ha ocurrido muchas veces, al encontrarme en un escrito con un hombre, no con un filósofo, ni con un sabio o un pensador, al encontrarme con un alma, no con una doctrina, decirme: "¡Pero éste he sido yo!" Y he revivido con Pascal en su siglo y en su ámbito, y he revivido con Kierkegaard en Copenhague, y así con otros.
Esta participación de las palabras de un yo en la formación del yo lector depende no solamente del esfuerzo del lector por recrear y personalizar, sino también del valor auténtico de lo escrito. De ninguna manera se implica que el yo personal y afectivo resucitará en otros, pero sí que puede dejar el eco de su verdad, de su lucha, de su espíritu. El hombre carnal, el que siente y sufre, es un cuerpo de muerte, y el otro, el que vive en los demás -en la historia-, éste lleva en sí las semillas de hacer a su recreador un mejor hombre, si lo que se ha recreado tiene sus raíces en la verdad del hombre.
El yo es divino para Unamuno, principalmente, porque tiene en su poder la posibilidad de proyectarse a su todo, y este todo no se debe entender por las pobres limitaciones físico-temporales del cuerpo humano. El yo no tiene más límites que las que él se haga. Unamuno lo expuso en estas palabras:
Héteme aquí antes estas páginas blancas, mi porvenir, tratando de derramar mi vida a fin de continuar viviendo, de darme la vida, de arrancarme a la muerte de cada instante.