domingo, 7 de junio de 2015

La obra narrativa de Unamuno

Las novelas de Unamuno, en orden cronológico, son las siguientes: Paz en la guerra (1895), obra donde plantea la relación del yo con su mundo puntualizado por el conocimiento de la muerte; Amor y pedagogía (1902), que une a lo cómico y a lo trágico en una reducción a lo absurdo de la sociología positivista; Niebla (1914), novela clave de Unamuno, que él caracteriza con el nombre nivola para separarla de la supuesta forma fija de la novela. Entre Amor y pedagogía y Niebla, Unamuno publicó un libro de cuentos, El espejo de la muerte (1913), de valor desigual. En 1917 escribe Abel Sánchez, donde se recoge el tópico bíblica de Abel y Caín para presentar la anatomía de la envidia; Tulio Montalbán (1920) es una novela corta sobre el problema íntimo de la derrota de la personalidad verdadera por la imagen pública del mismo hombre. También en 1920 se publican tres novelas cortas con un prólogo de gran importancia; se titula, cervantinamente, Tres novelas ejemplares y un prólogo. La última narración extensa es La tía Tula (1921), donde se presenta el anhelo de maternidad ya esbozado en Amor y pedagogía. Teresa (1924) es un cuadro narrativo que contiene rimas becquerianas, logrando en idea y en realidad la recreación de la amada. Cómo se hace una novela (1927) es la autopsia de la novela unamuniana, ya que penetra tan profundamente en la imaginación creativa que carece de visión propia. En 1930, Unamuno escribe sus últimas novelas: San Manuel Bueno, mártir y Don Sandalio, jugador de ajedrez, publicándose con dos relatos cortos en 1933. San Manuel Bueno, mártir es una novela corta que reúne todo el pensamiento unamuniano dentro de la metáfora básica de nuestro escritor: lluvia en el lago. Ante la indiferencia y continuidad del lago siempre en acción hay la tragedia de la lluvia con su pérdida de singularidad.
Paz en la guerra (1895) es el primer paso decisivo que influirá todo lo que viene después en la narrativa de Unamuno. La obra más destacada de la generación anterior había buscado la realidad social a través de una serie de perspectivas individuales, o bien un panorama general personificando al lugar ambiente. En esta novela, Unamuno logra captar lo coexistente de una colectividad: la intrahistoria. Es decir, Unamuno parte de la premisa de que la realidad es caos heterogéneo y fragmentado donde el problema mayor es la incomunicabilidad. Todo sentido de orden es singular y, por tanto, está aislado de los otros. A pesar de este asilamiento radical, hay una colectividad que comprende la totalidad de las relaciones humanas. Esta colectividad es para Unamuno la lengua en que el ser humano está envuelto.
El pan de cada día, la lengua en que convive el grupo, la coexistencia en el sentido más radical, metafísico, de este término, es la materia de Paz en la guerra.
Técnicamente, Unamuno da una dimensión nueva a la temporalidad narrativa. La narración tradicional presenta un tiempo narrativo de acontecimientos en secuencia que de vez en cuando se puntualiza por el diálogo, abriendo una brecha afectiva dentro de la corriente temporal. Unamuno invierte este patrón de la novela. Paz en la guerra presenta el tiempo afectivo de una serie de personajes, y sólo en algunos momentos presenta la narración en un nivel de acontecimientos. Aquí no pasa nada y pasa todo. Unamuno utiliza una metáfora que será un símbolo metafísico. La voz narrativa describe la vida de Pedro Antonio:

Fluía su existencia como corriente de río manso, con rumor no oído y de que no se daría cuenta hasta que no se interrumpiera.

Dentro de esta convivencia inconsciente, Unamuno plantea al ser consciente rebelde: Pachico, ateo e individualista. Sin embargo, aun Pachico se nutre del calor humano que le ofrece la colectividad. Desde esta primera novela de Unamuno habrá una trayectoria de seres inconscientes al lado de los conocedores de la realidad trágica de la vida.
El rasgo distintivo de Paz en la guerra ha sido la creación de la narrativa de la intrahistoria. Unamuno utiliza detalles de la vida cotidiana de numerosos personajes cuya colectividad nos ofrece un conjunto de relaciones humanas y no el panorama de la novela histórica, ni tampoco el determinismo fabricado de una novela realista. Los personajes de Paz en la guerra presentan, desde la perspectiva de la colectividad, lo que después conoceremos íntimamente en San Manuel Bueno, mártir, que es una comunión a través del dogma secular.

El cura de aldea, aldeano letrado, segundón de casería pasado de la laya al libro, recibe en su cabeza el depósito del dogma, y se encuentra al volver a su pueblo saludado con respeto por sus antiguos compañeros de bolos. Es un hermano y a la par el ministro de su Dios, hijo del pueblo y padre de las almas, ha salido de entre ellos, de aquella casería del valle o de la montaña, y les trae la verdad eterna. Es el nudo del árbol aldeano, donde se concentra la savia de éste, el órgano de la conciencia común, que no impone la idea, sino que despierta la dormida en todos. Cuando les hablaba, bajaba desde el púlpito la palabra divina como una ducha de chorro fuerte sobre aquellas cabezas recias y consolidadas, recitábales en su lengua archisecular el dogma secular, y aquellas exhortaciones en el silencio de la concurrencia, eco vivo que las redoblaba, eran de efecto formidable.

Amor y pedagogía (1920) es una obra de combate con la doble misión de salvar la narrativa del realismo de moda y, a la vez, extender la premisa metafísica unamuniana de que la realidad del hombre es hacerse. Ante un fracaso del protagonista, el joven Apolodoro Carrascal, don Fulgencio le riñe:

- Bien, Apolodoro, bien, bien merecido lo tienes. Un fracaso, un completo fracaso. Eso no es nada. ¿Has querido ser artista? Bien merecido lo tienes. Porque no creas que he dejado de comprender que tu preocupacion principal ha sido la forma, la factura, el estilo, ¡cosas de Menaguti! Allí aparece tu novia, hacia la mitad, pero es tu novia vista por ojos de Menaguti. Ni aun a tu novia has sabido ver por ti mismo. Bien, bien merecido. ¿Conque estilo, forma, eh?

Portada de la Primera Edición
Unamuno ha insistido en la unidad esencial de la expresión como fenómeno de creación y recreación. Por tanto, la separación de forma y contenido no puede ser más que una abstracción racional sin fundamento alguno de la realidad. La obra narrativa del llamado realismo de principios de siglo llega a cobrar una función que, según la estética de Unamuno, esconde o falsifica la realidad. Amor y pedagogía se vale de lo grotesco para hacer patente la unidad fundamental de la novela. La forma, la única forma en Amor y pedagogía es la distorsión grotesca de la trama tradicional del nacimiento, vida y muerte de un joven que promete ser genio según los planes pseudo-científicos de su padre -la forma- y la sustancia que presta su madre -la materia.  
Partiendo de la premisa de que el problema inmediato del escritor es buscar las formas adecuadas que respondan no solamente al sentimiento subjetivo, sino que también lo produzcan en el lector, podemos afirmar que el escritor nunca descubre el sentido profundo de su mensaje en los modelos del mundo concreto, sino en sí mismo. Las cosas que el artista representa le sirven para perfeccionar su contenido preformado o para determinarlo, no para descubrirlo. Por tanto, el mundo interno de la narración ha sido construido, no reflejado con un espejo verbal del mundo concreto, ni representado para producir una copia más o menos capaz de sustituir el original. He aquí el punto fundamental: para expresar un sentido de incongruencia que resulte en una imagen grotesca no es suficiente crear un personaje o escena deforme en cuanto al mundo concreto, esto sólo da un tono de violencia; es necesario que por dentro de la misma construcción verbal exista la incongruencia fundamental que proyecte un choque entre dos órbitas de realidad del mismo mundo ficticio: lo aceptado y normal en contraste con lo deforme. Por consiguiente, hemos distinguido dos aspectos de la incongruencia en las narraciones de Unamuno:
1) La expresión de cierta violencia por medio de descripciones físico-temporales que en comparación con el mundo concreto resultan deformes.
2) Lo que a nuestro juicio forma lo auténticamente grotesco, que se crea dentro del mismo mundo ficticio donde se representan elementos en discordia fundamental.
La realidad superficial de Amor y pedagogía es una burla desenfrenada de la pedagogía positivista, en la cual encontramos el primer aspecto de la incongruencia con la realidad: una discordia entre el mundo caleidoscópico de la novela y nuestra realidad. Pero hay otro sentido profundo del mundo novelesco que también presenta la incongruencia, no ya como cierta violencia a nuestro sentido de la realidad, sino como un verdadero choque en el interior del mismo, resultando en una estruendosa expresión de lo grotesco. Esta realidad superficial de Amor y pedagogía es la de un mundo de caleidoscopio formado por individuos aislados, imágenes, sentimientos y olores incongruentes. Este mundo abochorna y reduce a Apolodoro Carrascal a un desequilibrio, haciéndole dimitir de la vida suicidándose. Todo este conjunto lleva un tono sarcástico y burlón.
Este mundo nunca pasa de ser una abstracción discordante de lo que reconocemos como el mundo concreto de personas y sus circunstancias. Apolodoro, penetrado hasta el tuétano por la incongruencia de su mundo, se siente frustrado en su búsqueda del éxito en la vida, ya sea como escritor o como novio. Se siente perseguido, inútil y fracasado por no haber podido lograr los únicos dos valores que su maestro le ha propuesto como posibilidades de la victoria sobre la muerte. La novia le hubiera dado una familia, y así, en los hijos podía ganar su inmortalidad, y la literatura le hubiera dado la fama para que su nombre fuera inmortal. Este mundo le marea, le causa vértigo y, por fin, le desequilibra.
Como personaje, Apolodoro es una sombra -no hay descripción- dolorosamente perdida en un laberinto. Su vida es una serie de tropiezos desde su concepción hasta su suicidio. Es un pobre conejillo experimental de la pedagogía positivista. Por tanto, la realidad superficial de la novela demuestra una burla cáustica del positivismo y del resultado de sus métodos que, al aplicarse a la vida, producen un mundo deformado, enajenado y a la vez cómico y trágico. Apolodoro es un verdadero agonista que sufre una existencia grotesca. La agonía -es decir, la lucha- de Apolodoro da el sentido profundo de la incongruencia en el propio mundo ficticio. Apolodoro representa a seres contemporáneos que están solos, terriblemente solos entre la multitud. Lo grotesco es la incompatibilidad del ser con su ambiente. Unamuno no se enfrenta con este tema como el escritor de antaño lo hacía, viéndolo desde afuera, sino que se ha desplazado hacia el interior de la incompatibilidad misma, creando un mundo completamente desconcertante para causar una verdadera agonía en su hombre. Apolodoro, debido a su aislamiento radical, está sumergido en un mundo propio cuyos fenómenos se han convertido en objetos para un monólogo. Aquí hay una apropiación de los fenómenos humanos por un yo único, un agonista que tiene como punto de partida su propio ser, pero cuya formación espiritual es tan grotesca que no encuentra apoyo en su mundo; se siente absolutamente abandonado en un caleidoscopio vertiginoso.
El aislamiento de Apolodoro llega a su primera crisis: en su corazón siente un oleaje de cariño, de goce, de emoción; se ha enamorado de la bella Clarita, la hija de don Epifanio, su maestro de dibujo. El abismo entre el yo y su mundo se ha actualizado. Por primera vez en su existencia siente la necesidad de salir del yo para comunicarse con otro ser. Es decir, la fuerza dominante del ser-se en su aislamiento caleidoscópico siente la primera indicación del querer-serlo-todo. Este conflicto crece y absorbe todo el pensamiento del joven. La fuerza del ser-se insiste en la inmortalidad, pero la fuerza en oposición del querer-serlo-todo se convierte en el dulce sueño de dormirse para siempre en brazos de Clarita.
Este conflicto culmina en un estado desequilibrado con esta descripción:

...otras veces se le ocurre que está el mundo vacío y que son todos sombras, sombras sin sustancia, ni materia, ni cosa palpable, ni conciencia.

Están todos los elementos del mundo caleidoscópico de Apolodoro presentes en esta pesadilla. Y crean la emoción del yo en completo y absoluto aislamiento como una mosca entrampada bajo un vaso de cristal transparente; es decir, puede ver el mundo exterior, pero no se puede comunicar. Ésta es la tragedia de Apolodoro. Es una tragedia del yo angustiado entre querer ser él mismo para siempre y en el mismo acto serlo todo, es decir, sentir, amar y tener a todo el universo dentro de su yo. No ha podido lograrlo porque ha vencido la separación. 
En 1914 regresa Unamuno a la narración con Niebla y usa nuevamente lo grotesco. Augusto Pérez, el personaje principal, como Apolodoro, tiene un mundo cerrado. Pero en vez de ser éste un caleidoscopio es, simbólicamente, un cenicero de una vida sin valores. Augusto vaga sin sentido, perdido en su circunstancia. Al tener que tomar una decisión sufre un vértigo causado por las impresiones de la circunstancia en que se encuentra. Piensa que con el amor vencerá a la niebla que le oprime y encontrará la dimensión de su existencia, la de su yo, que vacila ante el mundo que le parece extraño y ajeno. Pero cuando más cree haberse encontrado sufre una desilusión tremenda. La novia le había usado para ganarse su propia seguridad económica y la de su novio verdadero. Augusto siente ser una rana a la merced del azar. Piensa dimitir de la vida, como lo había hecho su antecesor Apolodoro, pero interviene su creador, Unamuno, que lo impide haciéndole morir en su cama. Lo más importante para nuestro propósito es notar que Augusto empieza su existencia novelesca siendo un personaje grotesco que lleva una vida completamente incompatible con su ambiente. Pero llega a tener plena conciencia de su yo en relación a su mundo: "Yo soy un sueño y reconozco serlo". He aquí el personaje ficticio que ha llegado a conocer su dimensión de existencia.
En Niebla predominan el diálogo y monólogo interior sobre la prosa descriptiva. La esencia realista se elimina por completo. El primer párrafo nos presenta el personaje Augusto Pérez describiendo no su aspecto fisiológico, sino su postura extravagante, y nos introduce al ritmo del sí y el no, es decir, de la oposición dialéctica de los elementos descriptivos. Notemos la preparación que ofrece para el monólogo interior:

No era que tomaba posesión del mundo exterior, sino era que observaba si llovía... Y no era tampoco que le molestase la llovizna, sino el tener que abrir el paraguas.

En seguida tenemos la observación personalísima de Augusto, que servirá como indicación simbólica de su personalidad a través de la primera parte de la novela:

¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado y dentro de su funda! Un paraguas cerrado es tan elegante como es feo un paraguas abierto.

El terreno psicológico ya está preparado y ahora continúa la obra con el monólogo interior. El paraguas concreto en la mano del personaje sirve como punto de partida para la divagación de la mente del esteta.
Después de otra indicación del narrador regresamos a la corriente de conciencia de Augusto, pero ahora ligando elementos de lo que va observando con su flujo de conciencia en una prosa marcada con el mismo ritmo de un paseante. Las cosas concretas aparecen espontáneamente en el momento que Augusto las observa, para luego divagar de ellas en una cadena de asociaciones completamente suya, casi como una especie literaria del examen Rorschach de psiquiatría:

Chiquillo tirado de bruces..., hormiga..., animal hipócrita..., pasear y no trabajar..., hombre que no tiene nada que hacer..., un vago como [yo].

La cadena regresa al observador y las asociaciones le acusan de lo que es, pero no estando preparado para aceptar tal juicio, empieza otra cadena de autojustificación. Ahora cae su mirada sobre un pobre paralítico a quien instintivamente califica de verdadero trabajador, ya que el mismo vivir, para éste es un esfuerzo. Al cruzarse con el paralítico le saluda y, no completamente consciente, reconoce su propia parálisis de voluntad, a la cual no es enfrenta. He aquí el segundo símbolo del personaje. Augusto sigue divagando y a la vez actuando en su capacidad de hombre que pasea. Abruptamente termina el monólogo interior cuando ve que ha llegado inconscientemente al final de su paseo frente a la casa de la muchacha, que ha seguido sin darse cuenta.
Augusto entabla un diálogo con la portera y este diálogo le planta en una situación de doble dramatismo:
1) Augusto está representando su historia ante el lector.
2) Aunque a veces el otro dialogante no se dé cuenta, hay conflictos pavorosos que existen para Augusto.
En este diálogo el conflicto íntimo es de tipo esteticista y con sentido de perfección. Para Augusto todo tiene una trayectoria que se tiene que completar por obligación para mantener este gusto de esteta. Así comprenderemos por qué habló Augusto con la portera:

Otra cosa sería dejar mi seguimiento sin coronación, y eso no, las obras deben acabarse. ¡Odio lo imperfecto!

Cuando Augusto y Eugenia se cruzan por segunda vez, sin que el ensimismado Augusto se dé cuenta, el narrador nos da esta imagen:

Y siguieron los dos, Augusto y Eugenia, en direcciones contrarias, cortando con sus almas la enmarañada telaraña espiritual de la calle. Porque la calle forma un tejido en que se entrecruzan miradas de deseo, de envidia, de desdén, de compasión, de amor, de odio, viejas palabras cuyo espíritu quedó cristalizado, pensamientos, anhelos, toda una tela misteriosa que envuelve las almas de los que pasan.

Esta imagen da la esencia misma del mundo interior de Niebla. Se utilizan las sensaciones más comunes; aquí el punto de partida concreto es la telaraña, pero lo que se evoca es el nivel de la realidad humana, que se presentará y comentará en toda la obra: la conciencia íntima que cada individuo lleva consigo. La gran diferencia es que en la vida aparencial va esta esencia escondida detrás de la máscara de lo visual. Ya que Unamuno no enfoca la narrativa en lo aparencial, el lector puede concentrarse en el ambiente espiritual de las conciencias humanas. No olvidemos que ha sido el narrador quien nos ha dado este ambiente. Igualmente, Augusto utilizará la imagen en sus monólogos interiores, pero con la diferencia de que no nos dará el sentido íntimo de una calle o población de individuos; exclusivamente, presentará su estado de conciencia introvertida. Augusto se interroga repetidas veces:

¿Hogar? Mi casa no es hogar. Hogar..., hogar... ¡Cenicero más bien!

Como en todo recurso literario de la obra, hay un punto de partida concreto. Después de la muerte del padre, la madre de Augusto conservó las cenizas de los últimos puros que había fumado su esposo. Como símbolo del ambiente espiritual de Augusto se evocan los restos del padre y, más directamente, el vacío de su vida después de la muerte de su madre, quien le había convertido en sustituto del padre que Augusto no llegó a conocer. Todo esto establece la base psicológica esencial de su impotencia sexual.
Desde el prólogo nos hemos enterado, a través del personaje Víctor Goti, amigo de Augusto, que en este mundo novelesco hay un narrador que aunque no se esconde, tampoco se presenta por completo hasta ya bien entrada la obra, y, además, notamos desde las primeras líneas de la obra que es un narrador con juicios y opiniones. En la primera frase, al describir la postura de Augusto, leemos estas palabras: "...quedóse un momento parado en esta actitud estatuaria y augusta". Claro está que la palabra augusta, con su aproximación al nombre del personaje y complementada por la siguiente frase, pone al pobre de Augusto en ridículo ante el lector. Tenemos no solamente una burla del personaje, sino una burla feroz. Esta actitud aumenta con tanta intensidad que al llegar al primer monólogo interior ya nos ha preparado el narrador para considerar a Augusto Pérez como un farsante. Aunque cambia la situación del personaje, siempre hay una sensación de arrogancia y superioridad en la actitud del narrador. Hay una oposición esencial entre éste y su personaje principal. La actitud del narrador de burla y escarnio se mantiene a través de la obra, llegando a una culminación en el penúltimo capítulo. Pero, paralelamente, tenemos la seriedad y sinceridad de Augusto presentadas independientemente del narrador.           
El lenguaje de Niebla se caracteriza por una serie de tensiones que crean conflictos. Hay cierta discordancia dentro del mismo monólogo de Augusto. Las palabras que brotan de sus ansiedades personales imponen el tumultuoso caos del personaje; están en guerra unas con otras. Y cuando se mezclan con las percepciones del mismo Augusto, se produce otra forma de lucha. Ésta es la del esfuerzo del introvertido que, aunque ciertamente ve las condiciones exteriores, transforma y elige los elementos que responden a la angustia subjetiva.
En Niebla no hay trama; a lo menos no hay trama en el sentido tradicional de la palabra. Niebla no tiene un plan de acción y acontecimientos. Lo que ocurre es lo mínimo necesario para que el lector siga el desarrollo de la conciencia de Augusto. No hay interés en sí en los hechos que empiezan cuando el personaje llega a una casa extraña siguiendo unos ojos que sólo ha visto inconscientemente. Así, por azar, empieza una cadena hecha por él de acontecimientos: la introducción a la casa, el principio de sentimientos amorosos, el dolor de la frustración, el aparente triunfo, la burla inaguatable de los otros personajes y, por fin, el encuentro con su creador y su muerte. La acción no tiene importancia en sí; lo que interesa es ver el proceso de descubrimiento por Augusto de su personalidad. Notemos que la función de la trama es la de juntar los acontecimientos para realizar los momentos íntimos de Augusto Pérez. Y si el lector no comprende que és es un testigo ante el espectáculo del auto-descibrimiento de un yo, no podrá entender la obra.
La obra se desarrolla en un espejismo de duplicación interior. Víctor Goti, personaje ficticio, está escribiendo una novela que es exactamente la obra que el narrador ficticio está escribiendo. Detrás de este narrador, que se llama Unamuno, hay, por supuesto, el autor histórico que fue Unamuno, pero de éste solamente hay la sombra implícita. Y detrás del hombre Unamuno hay la re-creación de los lectores -nosotros-, que en último caso estamos al fin de la cadena creativa (si es que no hay nadie o nada más allá de nosotros que nos esté creando). Lo más importante de la duplicación interior es el salto que tiene que dar la narración para penetrar la realidad del lector. Unamuno lo hace por varios medios: 1) Se hace a sí mismo personaje. 2) Discute con su criatura como podríamos imaginar a Víctor Goti discutir con sus criaturas. 3) Liga al narrador Unamuno con el hombre Unamuno en Salamanca, amigos de los hermanos Machado, creador de otra novela, Amor y pedagogía, etc. 4) Señala que, indudablemente, hay público, es decir, nosotros los lectores, y que la obra está ocurriendo ahora mismo en nuestra capacidad re-creadora.
En 1917, Unamuno empleó en Abel Sánchez la imagen grotesca para la representación paranoica que "su diablo" sugiere al médico Joaquín cuando Helena está para dar a luz al hijo de su perseguidor (el causante de su envidia): Abel Sánchez. Una voz le dice que vaya a asistir a la madre y luego satisfaga su pasión ahogando al niño. Pero Joaquín rechaza el pensamiento como horrendo, aunque siente una feroz tentación. Joaquín y Abel fueron inseparables amigos y caras opuestas de la misma vida. Sólo la muerte los separó. Ambos fueron insuficientes porque nunca tuvieron la capacidad del amor y, por tanto, murieron odiándose.
Recordemos aquí a Blasillo, de San Manuel Bueno, mártir, como un personaje hermano de Apolodoro y Augusto. Blasillo, como personaje, es forma sin contenido, ya que repite las palabras de Cristo enunciadas por don Manuel, sin más sentido que el regocijo de ver el efecto de su mímica. Blasillo y Avito Carrascal tienen en común este sentido de hacer mímica de la palabra ajena. Blasillo, como las encinas y las piedras del valle, repite siempre lo mismo y pasa a formar parte de la corriente intrahistórica. Avito, al contrario, repite las frases hechas del pensamiento positivista y destruye el sentido de la vida para Apolodoro. Apolodoro, en vano, busca una idea de orden para adaptarla, y todo lo que encuentra es el caos creado por las abstracciones racionales de su padre y el nominalismo de su maestro.

Después de este breve repaso de las obras narrativas más notables de Unamuno, nos concierne señalar la capacidad comprensiva de San Manuel Bueno, mártir y señalar cómo esta obra recoge y culmina los rasgos distintivos de la narrativa unamuniana.   
Paz en la guerra anticipa el concepto de pueblo en San Manuel Bueno, mártir; Amor y pedagogía nos da una visión extendida de Blasillo y la palabra vacía, que es la negación de la palabra creativa de Ángela Carballino y Manuel Bueno; Niebla ofrece un claro ejemplo de la problemática que existe entre el autor-implícito y el lector en la recreación de la realidad literaria. El Unamuno narrador de Niebla es una voz narrativa dramatizada, que obliga al lector a aceptar su participación en la creación. El Unamuno de San Manuel Bueno, mártir no se confunde ante el lector con el narrador, sino que, abiertamente, se presenta como el autor-implícito cuya función ha sido la de provocar la creación de San Manuel: provocar y no realizar, pues San Manuel sólo existe en la experiencia imaginativa del lector. No debe haber duda alguna de dónde parte esta experiencia. Tiene dos fuentes primordiales, la obra anterior de Unamuno y la Biblia. El estilo de Ángela Carballino, como exige la estética de Unamuno, tiene que reflejar su unidad completa de forma y contenido. Está escribiendo un evangelio de Manuel-Cristo y tiene que ser la forma -la memoria en forma de confesión- la expresión más clara del contenido: la santidad de Manuel Bueno. Y a la inversa, el contenido -la historia de Manuel Bueno- no tiene sentido alguno si no es como evangelio. Pues aun el más inocente narrador tiene que comprender que al escribir Ángela esta historia condenará a su querido San Manuel.
Pachico, de Paz en la guerra; Apolodoro, de Amor y pedagogía; Augusto, de Niebla, y don Manuel, de San Manuel Bueno, mártir, son compañeros todos en la búsqueda del sentido de la vida. Pachico, insatisfecho con formar parte del río intrahistórico, sale en busca de la verdad. Sube al monte, donde:

... en maravillosa revelación natural, penetra entonces en la verdad, verdad de inmensa sencillez: que las puras formas son para el espíritu purificado la esencia misma; que muestran las cosas a toda luz sus entrañas mismas; que el mundo se ofrece todo entero y sin reservas a quien a él sin reserva y todo entero se ofrece.

Pachico regresa a la ciudad lleno de su nueva fe y dispuesto a emprender una santa cruzada:

... baja decidido a provocar en los demás el descontento, primer motor de todo progreso y de todo bien.

Pachico hace:

... sagrados votos de guerrear por la verda, único consuelo eterno.

Pero el camino es largo y resulta que la verdad es más difícil de captar que lo que se había creído al emprender la santa guerra. La verdad de Avito Carrascal es la ciencia, que se entiende como un inventario colosal de medidas, tamaños y pesos que facilitarán explicar todo proceso. Todo proceso menos el de la vida:

Y empieza ahora un horror, un verdadero horror, tales son los despropósitos que al fracasado genio se le ocurren. Ocúrresele unas veces si estará haciendo o diciendo algo muy distinto de lo que se cree hacer o decir y que por esto es por lo que le tienen por loco los demás; otras veces se le ocurre que está el mundo vacío y que son todo sombras, sombras sin sustancia, ni materia, ni cosa palpable; ni conciencia.

Apolodoro, por tanto, representa una batalla perdida en la búsqueda de la verdad. La separación de materia y forma que había sido la obsesión de Avito resulta esconder la realidad en vez de revelarla.
Augusto Pérez tiene un caso distinto. No se siente ser; está completamente ensimismado hasta que siente por primera vez el dolor del desprecio. Augusto cree haber encontrado la verdad que justifique la vida. Se enfrenta con Unamuno y lucha por continuar la vida aunque sea una vida miserable.

- No hay Dios que valga. ¡Te morirás!
- Es que yo quiero vivir, don Miguel, quiero vivir...
- ¿No pensabas matarte?
- Oh, si es por eso, yo le juro, señor de Unamuno, que no me mataré, que no me quitarés esta vida que Dios o usted me han dado; se lo juro... Ahora que usted quiere matarme, quiero yo vivir, vivir, vivir...
- ¡Vaya una vida! -exclamé.
- Sí, la que sea. Quiero vivir, aunque vuelva a ser burlado, aunque otra Eugenia y otro Mauricio me desgarren el corazón. Quiero vivir, vivir, vivir...

El sentido de la existencia que ha descubierto Augusto es que la vida es el valor máximo y se tiene que proteger.
En 1930, en la culminación de la búsqueda que emprendió en 1895 y no en retracción Unamuno escribió San Manuel Bueno, mártir. Con plena conciencia de la verdad, que no es la verdad de la muerte, sino de la vida, don Manuel puede proclamar:

Hay que vivir. Y hay que dar vida.