Pío Baroja nació en San Sebastián en 1872. En Madrid estudió Medicina y se doctoró con una tesis sobre El dolor (preocupación significativa), pero ejerció poco tiempo como médico, en Cestona. Vuelve a Madrid para regentar la panadería de una tía suya, pero sus contactos con escritores (Azorín, Maeztu, etc.) le llevan a entregarse de lleno a su vocación literaria. Tras una serie de colaboraciones en diarios y revistas, publica su primeros libros en 1900.
Sigue una etapa de intensa labor, aparte de varios viajes por España, Francia, Inglaterra o Italia. Hasta 1911, fecha de El árbol de la ciencia, publica, además de cuentos, artículos y ensayos, diecisiete novelas que constituyen lo más importante de su producción.
Su fama se ha consolidado. Su vida, consagrada a escribir sin descanso, será cada vez más sedentaria. En 1935 ingresa en la Real Academia. La guerra civil le sorprenderá en el País Vasco, desde donde pasa a Francia, atemorizado por un incidente con los carlistas. En 1940, se instala de nuevo en Madrid y recupera su vida sosegada, su quehacer cotidiano. Pero su capacidad creadora va agotándose. Murió en 1956.
Fue Baroja un hombre de talante solitario y amargado. Él mismo, en Juventud, egolatría, se incluye entre quienes están, en cierto modo, "enfermos" por tener más sensibilidad de la necesaria. Y más adelante insiste en ello desde otro ángulo: sabido es que su timidez y su espíritu de independencia, más aún que su misoginia, le hicieron rechazar el matrimonio, a la vez que fustigaba el recurso a la prostitución; optó por una autorepresión a la que atribuye él mismo un "desequilibrio" y un talante de "hombre rabioso".
Ello explica, en buena parte, su pesimismo sobre el hombre y el mundo. Y sin embargo, Baroja es también capaz de sentir una inmensa ternura por los seres desvalidos o marginados. Así se observa continuamente en su obra. En cierta ocasión, confesó que no haría feliz al mundo, si para ello tuviera que hacer llorar a un niño. Y pocos como él han fustigado la crueldad humana.
Esto y su absoluta sinceridad completan los rasgos fundamentales de su temperamento. Baroja no quiere engañar ni engañarse. Tal fue el código moral que aplicó hasta la exasperación; de ahí la fama de hosco y de individualista intratable que tuvo entre quienes no supieron ver el fondo desolado de su alma.
Finalmente, aunque su esperanza en una sociedad mejor fuese cada día más pequeña, sintió siempre -él, tan pacífico- una gran añoranza de acción. A la vida aburguesada y gris, opuso la improvisación y la energía:
No veo por qué el ideal de vida haya de llegar a una existencia mecanizada y organizada como una oficina de comercio.
En muchos de sus personajes proyectaría Baroja un ideal de "hombre de acción" que a él le hubiera gustado ser y que tanto contrasta con lo que fue su vida.
Ideología y pesimismo existencial
Su concepción de la vida es inseparable de su temperamento. De sus páginas se desprenden incesantemente unas ideas sobre el hombre y el mundo que se inscriben a la perfección en la línea del pesimismo existencial.
Desecha la religión, que considera una "mentira vital". Pero este escepticismo religioso preside igualmente sus restantes ideas.
No existe verdad política y social. La misma verdad científica, matemática, está en entredicho, y si la Geometría puede tambalearse sobre las bases sólidas de Euclides, ¿qué no les podrá pasar a los dogmas éticos de la sociedad?
Son palabras muy reveladoras del desvalimiento espiritual en que la crisis de principios de siglo había sumido a muchos espíritus.
Para Baroja, el mundo carece de sentido. La vida le resulta absurda y no alberga ninguna confianza en el hombre:
La vida es esto: crueldad, ingratitud, inconsciencia, desdén de la fuerza para con la debilidad.
Por instinto y por experiencia, creo que el hombre es un animal dañino, envidioso, cruel, pérfido, lleno de malas pasiones, sobre todo de egoísmos y vanidades.
Ideas como éstas explican el hastío vital de muchos de sus personajes. Paradox siente "el cansancio eterno de la eterna imbecilidad de vivir". Y semejante desazón existencial se apoderará del protagonista de El árbol de la ciencia.
La raíz de esta concepción puede encontrarse en Schopenhauer, el filósofo más leído y admirado por Baroja. Schopenhauer definía la vida como "una cosa oscura y ciega, potente y vigorosa, sin justicia, sin fin".
Su ideología política está marcada por el mismo escepticismo. De sus ideas socialistas de juventud deriva hacia un escepticismo político, sin fe en el hombre. Se declara a veces anarquista, pero un anarquismo espiritual e individual. Todavía en 1917, en Juventud, egolatría, afirmaba:
Yo he sido siempre un liberal radical, individualista y anarquista.
Pero, en realidad, del anarquismo sólo le atrajo la rebeldía, el impulso demoledor de la sociedad establecida. Más adelante, en sus Memorias, aclararía:
Un anarquista teórico es un iluso, un ferviente del optimismo, y yo no tengo nada de iluso ni de optimista.
Por otra parte, abominó del comunismo y del socialismo; pero también de la democracia, que le parecía "el absolutismo del número". Su escepticismo explica que llegara a proclamarse partidario de "una dictadura inteligente". En su madurez se inclina por Nietzsche para escapar de su nihilismo.
En medio de ideas tan contradictorias, acaso la definición que más le convenga sea aquella de "liberal radical". En última instancia, volvemos a su individualismo y a su nula confianza en un mundo mejor. De su particular anarquismo sólo queda la postura iconoclasta. De ahí que sus personajes preferidos sean los inconformistas del más diverso signo: así, el ya citado "hombre de acción", que se alza contra la sociedad, aunque rara vez con éxito, pero también el "abúlico", cuyo impulso vital ha quedado paralizado por la falta de fe en el mundo. Tal es la doble cara del héroe barojiano.