Imagino que sería en el año 2000, al ganar Dulce Chacón el Premio Azorín y Planeta publicar su novela, cuando lo leí por primera vez. Recuerdo que mis hijos eran pequeños y pasamos unos días en Marbella, en casa de unos familiares. A los pies de la escalera de la terraza, buscando el fresco de la mañana, me sentaba a leer sus páginas. Después, fue una de mis lecturas recomendadas durante bastante tiempo.
En este mes de diciembre, me he sentado otra vez con el libro en las manos, reviviendo las viejas penas de este cortijo extremeño en aquellos años de guerras y miserias.
En realidad lo he leído nuevamente dos veces, porque me he liado un poco con tantos personajes y porque terminé la lectura con una duda. Así, en la relectura he estado más centrado, con largos ratos por delante. He disfrutado también más del estilo literario y del lenguaje utilizado para dar cuerpo al personaje de Antonio, el alfarero, y he reconstruido las historias que nos cuenta.
En cierto modo, es una novela con una estructura compleja, con dos voces diferentes que narran la misma historia, por un lado está la narración desordenada, propia de una persona mayor, en primera persona, del alfarero, pero con una gran belleza y matices, y por otro lado, la voz omnisciente que pone orden cronológico a lo que acontece.
Como señalaba Dulce Chacón en una entrevista, la novela arranca con un crimen múltiple que hay que investigar, pero esto no es más que una excusa para describir la vida de esos años de señoritos y sirvientes, reconstruida a partir de viejas historias contadas en muchas entrevistas que la autora tuvo entre los que sufrieron en sus corazones tantas calamidades.