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22/08/2024 - 29/08/2024EL AMANTE JAPONÉS
Takao Fukuda había vivido en Estados Unidos desde los veinte años sin deseos de adaptarse. Como muchos Isei, inmigrantes japoneses de primera generación, no deseaba fundirse en el crisol americano, como hacían otras razas llegadas de los cuatro puntos cardinales. Estaba orgulloso de su cultura y su lengua, que mantenía intactas y procuraba inútilmente transmitirlas a sus descendientes, seducidos por la grandiosidad de América. Admiraba muchos aspectos de esa tierra inmensa donde el horizonte se confundía con el cielo, pero no podía evitar un sentimiento de superioridad, que jamás dejaba traslucir fuera de su hogar, porque habría sido una imperdonable falta de cortesía hacia el país que lo había acogido. Con los años iba cayendo inexorablemente en los engaños de la nostalgia, se le iban desdibujando las razones por las cuales abandonó Japón y terminó idealizando las mismas enmohecidas costumbres que lo impulsaron a emigrar. Le chocaban la prepotencia y el materialismo de los americanos, que a sus ojos no eran expansión de carácter y sentido práctico, sino vulgaridad; sufría al constatar cómo sus hijos imitaban los valores individualistas y la conducta ruda de los blancos. Sus cuatro hijos habían nacido en California, pero tenían sangre japonesa por parte de padre y madre, nada justificaba la indiferencia hacia sus antepasados y falta de respeto por las jerarquías. Ignoraban el lugar que a cada uno le correspondía por destino; se habían contagiado de la ambición insensata de los americanos, para quienes nada parecía imposible. Takao sabía que también en los detalles prosaicos sus hijos lo traicionaban: bebían cerveza hasta perder la cabeza, mascaban goma como rumiantes y bailaban los agitados ritmos de moda con el cabello engrasado y zapatos de dos colores. Seguramente Charles y James buscaban rincones oscuros donde manosear a muchachas de moral dudosa, pero confiaba en que Megumi no cometería semejantes indecencias. Su hija copiaba la moda ridícula de las chicas americanas y leía a escondidas las revistas de romances y gentuza del cine, que él le había prohibido, pero era buena alumna y, al menos en apariencia, era respetuosa. Takao sólo podía controlar a Ichimei, pero pronto el chiquillo se le escaparía de las manos y se transformaría en un extraño, como sus hermanos. Ése era el precio de vivir en América.
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