lunes, 2 de febrero de 2015

Los problemas religiosos y existenciales en la literatura española de principios de siglo

España no escapó a las corrientes irracionalistas ni las angustias vitales que tajo consigo la crisis de fin de siglo, de la que fueron fruto el Modernismo y el 98.
En el Modernismo había un malestar vital, una desazón romántica y una angustia que encuentra expresión hondísima, por ejemplo, en el Rubén Darío de Cantos de vida y esperanza (1905); muy existenciales son versos como éstos, de Lo fatal:

Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido, y un futuro terror...
Y el espanto seguro de estar mañana muerto...
[...] ¡Y no saber adónde vamos
ni de dónde venimos...!

Igualmente, la poesía inicial de Antonio Machado (Soledades, 1903) gira en torno a temas como el destino del hombre, el tiempo, la muerte, y expresa la vieja angustia de quien camina perdido, "siempre buscando a Dios entre la niebla".
Pero, a la vez que en Machado, es en los escritores del 98 en quienes alcanzan un copioso e intenso desarrollo los problemas existenciales. El lugar que éstos ocupan en la madurez de los noventayochistas ha hecho que se vea en ellos un precedente del existencialismo europeo. Shaw llega a afirmar que fueron los primeros en plantearse las cuestiones existenciales en términos que después serían desarrollados por la literatura y el pensamiento europeos.
Como primeras muestras de ello, véanse las tres novelas que se publican en 1902, cuando ya los hombres del 98 van dejando atrás sus ideales juveniles. Son Caminos de perfección de Baroja, La voluntad de Azorín y Amor y pedagogía de Unamuno. Rasgo común a los tres es una introspección angustiada. Fernando Ossorio, el personaje barojiano, busca en vano algo que dé sentido a la vida. A Antonio Azorín, el protagonista de La voluntad, le domina "la inexorable marcha de todo nuestro ser y de las cosas que nos rodean hacia el océano misterioso de la Nada". En la desesperación y en la nada desemboca también el Apolodoro de Amor y pedagogía. En todos ellos, pues, se ve el mismo hastío de vivir, el mismo dolor y ese estado de ánimo al que nuestros autores dan ya el nombre de "angustia vital" o "angustia metafísica".
Estrechamente ligadas a este talante se hallan sus actitudes ante lo religioso. Los noventayochistas habían caído de jóvenes en un total agnosticismo y en un anticlericalismo virulento. Laín Entralgo explicó su alejamiento de la religión recordando el catolicismo insustancial de la España del momento y la alianza del clero con los sectores políticamente más conservadores. Con el tiempo, algunos de ellos modificarían más o menos sus actitudes.
Azorín, a partir de 1902, pasa primero a un sereno escepticismo, a la manera de su admirado Montaigne; más tarde, a un vago deísmo. La duda no parece ausente de su obra más granada; más aún, buena parte de ella tiene en su centro la incertidumbre sobre el sentido de la existencia. Pero la angustia deja paso a una suave melancolía con la que contempla el fluir del tiempo e intenta apresarlo literalmente en el paisaje, en las viejas ciudades... Eso será lo que le defina hasta que, en su vejez confiese un "catolicismo firme, limpio, tranquilo".


Ramiro de Maeztu 1874 - 1936
Más temprano y más radical fue el cambio de actitud religiosa en Maeztu, quien hacia 1920 ha pasado ya a posiciones católicas tradicionales, coherentes con sus nuevas ideas políticas.
Baroja, en cambio, había de seguir manteniendo durante toda su vida un radical escepticismo y una incurable "dogmatofagia", como él diría.
Y es preciso destacar a Unamuno, en quien los conflictos existenciales y religiosos se presentan con la máxima agudeza y dramatismo.