miércoles, 20 de julio de 2016

El teatro español del primer tercio del siglo XX

Una dicotomía resumen el desarrollo del teatro español durante el primer tercio del siglo XX. De una parte, un teatro que triunfa porque goza del favor de un público burgués y de los empresarios (el teatro de Benavente, el llamado "teatro poético", el teatro cómico...). De otra parte, desesperados intentos de renovació que, con muy contadas excepciones, se estrellan contra los límites y los gustos establecidos; será un teatro que no sólo propone un nuevo arte dramático, sino que quiere hacerse eco de los problemas existenciales y sociales, sacudir las conciencias de un público dormido o llegar a un público desatendido.
Valle-Inclán y García Lorca, síntesis y ejemplos máximos de tales inquietudes, se alzan como las dos figuras más eminentes del teatro español de los últimos tres siglos, a la vez que constituyen dos altas cimas del teatro mundial del siglo XX.

1. Visión de conjunto
Antes de pasar revista a la trayectoria del teatro español hasta 1936, conviene reflexionar sobre las particulares circunstancias que rodean a este género. Por su naturaleza de espectáculo, en efecto, sobre él pesan con especial fuerza los condicionamientos comerciales: absoluto predominio de los locales privados, cuyos empresarios, para hacer negocio, han de tener muy en cuenta los gustos del público aristocrático y burgués, de modo casi exclusivo. 
De ello se derivan limitaciones y problemas en dos terrenos:
  • En lo ideológico, por una parte, son escasas las posibilidades de un teatro que vaya más allá de donde puede llegar la capacidad autocrítica del público burgués; de ahí, un teatro a veces crítico, pero dentro de los márgenes del sistema establecido; y, junto a él, un teatro que defiende claramente los ideales conservadores.
  • En el terreno de la estética, por otra parte, se observarán fuertes resistencias ante las experiencias innovadoras; a las nuevas tendencias, que triunfan en otros géneros -poesía, especialmente-, les será muy difícil llegar a los escenarios.
Aquellos autores que, por razones ideológicas o estéticas, no respondan a las condiciones imperantes, se verán ante el penoso dilema de claudicar ante ellas o de resignarse a que su producción -salvo excepciones- quede relegada a la "lectura" minoritaria.
Todo ello explica el panorama del teatro español en el primer tercio del siglo, cuyas distintas tendencias pueden repartirse en dos frentes:

a) El teatro que triunfa, continuador en gran parte -aunque con renovadas técnicas- del que imperaba en la segunda mitad del XIX (drama posromántico de Echegaray, alta comedia, teatro costumbrista). Se sitúan en esta línea:
- Una comedia burguesa, con Benavente y sus seguidores, en la que hay tolerables atisbos de crítica social.
- Un teatro en verso, neorromántico y con las adquisiciones formales del Modernismo, de orientación ideológica netamente tradicionalista.
- Un teatro cómico, en el que predomina un costumbrismo igualmente tradicional (y con este aspecto se emparenta el llamado "género chico", teatro musical que es hermano menor de la zarzuela).

b) El teatro que pretende innovar, sea aportando nuevas formas, sea proponiendo nuevos enfoques ideológicos, o ambas cosas a la vez. En tal línea se hallan:
- En primer lugar, las experiencias teatrales de algunos noventayochistas (Unamuno, Azorín) o de un escritor coetáneo como Jacinto Grau. Caso aparte, dentro de la misma generación, es el de Valle-Inclán.
- Más tarde, se producen nuevos impulsos renovadores, debidos a las vanguardias o a las preferencias estéticas de la llamada "generación del 27". La obra dramática de García Lorca será síntesis y cima de las inquietudes teatrales del momento.

2. La comedia benaventina
Jacinto Benavente (Madrid, 1866-1954) es la figura más representativa de las posibilidades y limitaciones de la escena española a principios del siglo XX. "Escandalosa" fue su irrupción en las tablas con El nido ajeno (1894), en la que presentaba la situación opresiva de la mujer casada en la sociedad burguesa de la época. Los inquietos jóvenes modernistas del "fin de siglo" lo saludan como un renovador estético por su pulcritud formal, por su elegancia, por su discreción diametralmente opuesta a la grandilocuencia echarayesca. A la vez, su carga crítica entusiasma a Azorín, quien lo habría de incluir en su nómina de la Generación del 98. Pero la comedia fue un fracaso forzoso: tuvo que retirarse inmediatamente del cartel ante la indignación del público. 
Desde entonces se vio Benavente ante el ya citado dilema: mantener su carga crítica y verse rechazado por aquel público habitual, o aceptar los límites impuestos por el "respetable" y limar asperezas. No tardaría en escoger el segundo camino. Efectivamente, el tono de la sátira va atenuándose en sus obras siguientes: Gente conocida (1896), Lo cursi (1901), La noche del sábado (1903), Rosas de otoño (1905), etc. En ellas sigue retratando en general a las clases altas, con sus hipocresías y convencionalismos; sabe que al público burgués le gusta sentirse criticado hasta cierto punto, y Benavente se aprovecha de ello, pero cuidando no traspasar los límtes de lo tolerable. Y no sólo es tolerado, sino cada vez más aplaudido.
Las obras citadas (excepto La noche del sábado, en la que entra cierta fantasía modernista) se mantienen en la línea de la llamada "comedia de salón", la más cultivada a lo largo de toda su carrera. Muy distinta es, en cambio, la que pasa por ser su obra maestra: Los intereses creados (1907), deliciosa farsa que utiliza el ambiente y los personajes de la vieja commedia dell'arte, pero que encierra una cínica visión de los ideales burgueses.
También intentó el drama rural, con Señora ama (1908) y La Malquerida (1913), sobre una terrible pasión incestuosa. Pese a la fuerza de esta última obra, tal intento no es logrado: el lenguaje no es ni convincentemente rural ni poético; Benavente no acertó en ese tipo de lengua a la que conferirían categoría artística un Valle-Inclán o un Lorca. Pero ello no impidió su resonante éxito. 
Por entonces, su fama se ha consolidado. El público le ha concedido el primer puesto de la escena. En 1912 ha sido elegido miembro de la Real Academia Española. Se le colma de honores oficiales y, en el extranjero, se representan con éxito obras suyas. En 1922, se le concederá el Premio Nobel. Sin embargo, por esta última fecha, la crítica joven le es ya hostil: lo acusa de "conservador" y de "ñoño". Su hora había comenzado a pasar. Pero no su éxito de público: siguió manteniendo el cetro del teatro comercial con una producción abundante y variada, incluso en la posguerra. De su última época son obras como La culpa es tuya (1942), La Infanzona (1945), Al amor hay que mandarlo al colegio (1950), etc.
El lugar que ocupó Benavente en el teatro, su aportación y su éxito se comprende, aparte razones sociológicas, al contrastar su producción con las corrientes que imperaban cuando él llegó a la escena. Ejerció el saludable efecto de barrer los residuos del drama posromántico y acendrar un tipo de "alta comedia". Propuso un teatro sin grandilocuencia, sin excesos, con una fina presentación de ambientes cotidianos, y una "filosofía" trivialmente desengañada. A ello, se añade su ingenio, su profunda ciencia escénica y una notabilísima fluidez de diálogo. Pero hoy, aparte de sus caídas en un sentimentalismo insufrible, se advierte sobre todo un lastre tanto ideológico como estético que su obra debe a los condicionamientos aludidos. Su teatro parece, salvo alguna excepción, irremisiblemente pasado; es decir, anclado en su tiempo, en una parte de su tiempo. 

3. El teatro en verso
El llamado "teatro poético" a principios de siglo es, por una parte, una continuación de hábitos del siglo XIX: pervivía una escuela de actores expertos en el arte de la declamación que gozaba del favor del público. Por otra parte, significa la presencia en los escenarios del arte verbal modernista: el verso sonoro, los efectos coloristas, etc.
Pero, curiosamente, a todo ello se asocia en general una ideología marcadamente tradicionalista que, ante la crisis espiritual de la época, responde exaltando los ideales nobiliarios, las gestas medievales o los altos momentos del Imperio. Incluso formalmente, y junto a las galas modernistas, se percibe una voluntad de entroncar con la tradición dramática del Siglo de Oro, aunque más bien nos recuerda a Zorrilla o a Echegaray.  En esta línea destacamos fundamentalmente a dos autores:
  • Francisco Villaespesa (1877-1936), como lírico, asimiló lo más superficial del Modernismo en libros como Intimidades, Carmen, etc.; su impenitente bohemia no fue acompañada como en otros poetas por un acendramiento de la calidad. Y sus dramas constituyen un ejemplo de esa mirada hacia las glorias del pasado; baste con citar algunos de sus títulos más significativos: El alcázar de las perlas (1911), Doña María de Padilla (1913), Abén Humeya (1914), La leona de Castilla (1916)... Son cataratas de versos, aptos para el recitado brioso de los actores y para la satisfacción "literaria" de un público de gustos arcaizantes. Hoy, su teatro puede llegar a producirnos efectos hilarantes no previstos.
  • Eduardo Marquina (1879-1946) alternó igualmente la lírica y el teatro. En la primera, le caracteriza una inspiración solemne y un canto a las tradiciones hispanas (Odas, Vendimión, Tierras de España...). Pero fue el teatro el que le granjeó grandes éxitos y al que se dedicó sin descanso. A la consabida inspiración histórica responden dramas como Las hijas del Cid (1908), Doña María la Brava (1910) o En Flandes se ha puesto el sol (1911), su obra más celebrada. Lo histórico y lo hagiográfico se combinan en Teresa de Jesús (1933). De ambiente rural, y relativo acierto, es La ermita, la fuente y el río (1927). Los dramas de Marquina se desarrollan como una sucesión de "estampas" o cuadros; en ellos se insertan con frecuencia fragmentos líricos que recuerdan las "arias" de ópera o las "romanzas" de zarzuela. Pero aquellas "estampas"poseen más valor plástico que dramático y el verso se pierde, a veces, en inútiles estruendos. Tampoco sus personajes alcanzan verdadero relieve. Aunque más consistente que el de Villaespesa, el teatro de Marquina distaría mucho de poder satisfacer al público de hoy. 
Este tipo de teatro se prolongó también en años posteriores. Así, por ejemplo, en algunas obras de José María Pemán: El divino impaciente (1933), sobre San Francisco Javier; Cisneros (1934), Cuando las Cortes de Cádiz (1934), etc. Haría falta el genio de García Lorca para dar unas nuevas dimensiones al teatro poético con una obra como Mariana Pineda.
Dentro del teatro en verso, aunque con visibles diferencias de enfoque, cabe situar las obras escritas en colaboración por los hermanos Machado. También se inspiraron en personajes históricos, como Julianillo Valcárcel (1926), un bastado del Conde-Duque de Olivares, o Juan de Mañara (1927), famoso personaje sevillano del siglo XVII que pasó de seductor disoluto a riguroso asceta. Otras son de tema moderno, como Las adelfas (1928) o La Lola se va a los puertos (1929). Ésta es su obra más estimable: trata de una bella "cantaora", encarnación del alma popular andaluza, que desprecia a los señoritos que la cortejan y otorga su amor a Heredia, un guitarrista que simboliza al pueblo. Tales obras, y alguna más, constituyen una curiosa pervivencia del teatro modernista, y ofrecen más interés por sus autores que por sus calidades escénicas.

4. El teatro cómico
Aparte de una alusión al género llamado "astracán", vamos a referirnos a otro de los tipos de teatro que alcanzó éxito de público: la comedia costumbrista y el sainete. Los tipos y ambientes castizos habían sido la materia de los sainetes de Don Ramón de la Cruz en el siglo XVIII, de los cuadros de costumbres en la época romántica y del "género chico" en las últimas décadas del XIX (de los años finales de este siglo son zarzuelas como La verbena de la Paloma o La Revoltosa). Tal es la línea en la que destacan, entre muchos otros, los Quintero o Arniches. 
  • Los hermanos Álvarez Quintero -Serafín (1871-1938) y Joaquín (1873-1944)-, nacidos en Utrera (Sevilla), llevan a la escena una Andalucía superficial, tópica e incluso falsa a fuerza de eliminar cualquier referencia a los problemas concretos de aquella tierra. Sus ambientes preferidos son los acomodados -aristocráticos o burgueses-, en los que no hay más problemas, al parecer, que los sentimentales. Para los Quintero, toda está bien, todo el mundo es bueno y la gracia salerosa brilla por doquier. De su extensa producción, sobresalen los sainetes y "juguetes cómicos en un acto", o aquellas comedias suyas que vienen a ser "sainetes en tres actos": ligereza, ingenio, diálogo intrascendente son los rasgos de obras como La reina mora, El ojito derecho (1897), El patio (1900), El genio alegre (1906), Las de Caín (1908), etc. Escribieron también algunos dramas -Amores y amoríos (1908), Malvaloca (1912)- que, a pesar de su éxito, no resisten hoy el análisis.
  • Carlos Arniches (1866-1943) ha merecido mayor interés de la crítica, sobre todo por su obra de madurez. Dos sectores deben distinguirse en su producción. De una parte, los sainetes de ambiente madrileño, continuadores del "género chico" (y, en efecto, a muchos de ellos se les puso música). Es curioso que este alicantino no sólo reflejara al habla popular de Madrid, sino que llegara a crear un tipo de expresión "castiza" que el pueblo acabaría por imitar. Es indiscutible su habilidad en el diálogo cómico, apoyado en juegos de palabras, en hipérboles grotescos, etc. En cambio, los ambientes y los tipos (chulapos y chulapas) no escapan del todo a cierto convencionalismo populachero. Son abundantes los títulos que integran este sector de su obra, desde El santo de la Isidra (1898) a Los milagros del jornal (1924), pasando por El puñao de rosas, El amigo Melquiades, Alma de Dios, La chica del gato, Don Quintín el amargao, etc. Su otra vertiente, dominante a partir de 1916, se centra en lo que él llamó la tragedia grotesca, tímido pero interesante ensayo de un género nuevo. Se trata de obras en las que la peripecia cómica envuelve y zarandea a seres desgraciados o insignificantes, y en las que se funden lo risible y lo conmovedor. La observación de costumbres es ahora más profunda y va acompañada de una actitud crítica ante las injusticias. En esta línea destaca, ante todo, La señorita de Trevélez (1916), sobre una sangrante broma de unos señoritos provincianos. La visión de un agudo problema social y político alcanza cierta hondura en Los caciques (1920). Otras obras del mismo tipo son ¡Que viene mi marido!, Es mi hombre, La locura de Don Juan, etc. Pese a sus limitaciones -falta de pulso dramático, cierta sensiblería, un moralismo algo ingenuo-, es significativo el interés que suscitó esta última faceta de Arniches en otros autores de posguerra como Lauro Olmo. 
En un nivel más bajo -por su calidad, no por su éxito- del teatro cómico de este periodo, se encuentra el género llamado astracán (o astracanada), cuyo creador fue Pedro Muñoz Seca (1881-1936). Se trata de unas comedias descabelladas, llenas de chistes, sin pretensión alguna de calidad. Su único objetivo es arrancar la carcajada (aunque dejen traslucir una visión rotundamente reaccionaria). Junto a obras como La oca o Los extremeños se tocan, no deja de ser un acierto, dentro de sus límites, La venganza de Don Mendo (1918), hilarante paradia de los dramas zorrillescos o neorrománticos y, de rechazo, del teatro en verso de aquellos años.

5. Algunas tentativas renovadoras
Frente a las tendencias reseñadas anteriormente, es desolador comprobar la impotencia y el fracaso a que se vieron condenadas experiencias de indiscutible interés. Nos referimos a los intentos de Unamuno y Azorín, a la producción singular de Jacinto Grau y al teatro insólito de Ramón Gómez de la Serna.
  • A Unamuno le atrajo el teatro como vehículo para presentar los conflictos humanos que le obsesionaban. Los suyos no podían ser otra cosa que dramas de ideas que se vierten en un diálogo densísimo. Sus personajes viven y dialogan en permanente exasperación. Y Unamuno desprecia los hábitos escénicos vigentes. No era el teatro que podía triunfar. Entre sus dramas, destacan Fedra (1911), sobre la persona impar que intenta vanamente completarse a través del amor; Soledad y Raquel (1921), que giran en torno al deseo frustrado de maternidad; y, sobre todo, El otro (1927), que plantea, de modo alucinante, el problema tan unamuniano de la personalidad. 
  • Azorín se propuso tardíamente unos experimentos teatrales totalmente al margen de las fórmulas dramáticas usuales, oponiéndoles lo irreal y lo simbólico. Así en Old Spain (1926), en Brandy, mucho brandy (1927) o en Angelita (1930), ésta sobre la azoriana obsesión por el tiempo, etc. Pero su obra más interesante es Lo invisible (1928), trilogía integrada por un prólogo y tres actos independientes, titulados La arañita en el espejo, El segador y Doctor Death, de 3 a 5. Son tres breves joyas, unidas por la sobria presentación de la angustia ante la muerte. 
  • Jacinto Grau constituye un caso aparte. Nació en Barcelona en 1877 y se dedicó exclusivamente al teatro, un teatro "distinto", denso, culturalmente ambicioso, al que se le negó el triunfo entre nosotros. En cambio, despertó un gran interés en Londres, París, Berlín o Praga. Grau murió exiliado en Buenos Aires en 1958. Su producción es poco extensa y suele inspirarse en temas literarios o en grandes mitos. Así, parte del Romancero en El Conde Alarcos (1930), trata el tema de Don Juan en Don Juan de Carillana (1913) y El burlador que no se burla (1930), o interpreta de forma personalísima la parábola evangélica en El hijo pródigo (1918). Su obra más lograda es El señor de Pigmalión (1921), trasposición moderna del famoso mito clásico, en la que presenta a un artista, creador de unos muñecos que, anhelantes de vida propia, se revuelven contra él. Junto a la originalidad de temática y enfoque, debe destacarse la prosa de Jacinto Grau, de calidades líricas próximas al refinamiento modernista. En suma, se trata de una figura cuyas cualidades exceden a las de tantos mediocres autores aplaudidos por entonces; su obra merecería mayor estudio.
  • Finalmente, aludiremos a la producción dramática de Ramón Gómez de la Serna (1888-1963), padre del vanguardismo español. Su ideal de un "arte arbitrario" le llevó a escribir algunas piezas polarmente distantes de lo que se solía ver en las tablas y que, en su mayoría, se quedarían sin representar: era, como él dice, "un teatro muerto, teatro para leer en la tumba fría", escrito para "el que no quiere ir al teatro". Anticipándose a tendencias muy superiores, escribió impulsado por un "anhelo antiteatral", según él mismo expresaba. Entre 1909 y 1912, compone obras como La Utopía, El laberinto, Teatro en soledad, etc., verdaderamente insólitas. Más tarde, en 1929, estrenó Los medios seres, cuyos personajes aparecen con la mitad del cuerpo totalmente negra, porque poseen una personalidad incompleta, medio realizados y medio frustrados.