lunes, 2 de marzo de 2015

El sentimiento trágico de la vida en Unamuno

Miguel de Unamuno nació en Bilbao (1864). Estudió Filosofía y Letras en Madrid. Tras varios fracasos, ganó la cátedra de Griego en la Universidad de Salamanca, de la que sería nombrado rector en 1901. En ella permaneció toda su vida, salvo de 1924 a 1930, en que estuvo desterrado (Fuerteventura y Francia) por su oposición a la dictadura de Primo de Rivera. Fue diputado durante la República. Al triunfar el alzamiento en Salamanca, fue confinado en su casa, donde murió repentinamente el último día de 1936.


Unamuno se definió a sí mismo como "un hombre de contradicción y de pelea [...]; uno que dice una cosa con el corazón y la contraria con la cabeza, y que hace de esta lucha su vida". Vivió, en efecto, en una perpetua lucha, sin encontrar nunca la paz: "la paz es mentira", solía decir.
Una crisis juvenil le había hecho perder la fe. Siguen los años en que orientó sus anhelos hacia la revolución social. Pero una nueva crisis, en 1897, lo aparta de tal línea y, cada vez más, había de volver los ojos hacia los problemas espirituales. De la fecha citada son estas significativas palabras:

Del problema social resuelto (¿se resolverá alguna vez?), surgirá el religioso: la vida ¿merece la pena ser vivida?

Desde entonces, he aquí las cuestiones que se entretejen en su obra: la condición humana, la inmortalidad, la existencia de Dios, el Cristianismo como fórmula de salvación...
Advirtamos previamente que Unamuno no es un pensador sistemático: sus reflexiones se esparcen en ensayos, poemas, novelas o dramas. Es lo propio de una filosofía vitalista, en la línea de Kierkegaard, de un "pensamiento vivo", frente a los que él llamó la "ideocracia" racionalista.
El libro Del sentimiento trágico de la vida (1913) contiene algunas de las formulaciones más intensas de tal pensamiento. Arranca de la realidad del "hombre de carne y hueso" y de sus anhelos. Ante todo, los anhelos contradictorios de serse y de serlo todo. A estas ansias voraces de plenitud su opone la amenaza de la nada: el posible "anonadamiento" tras la muerte. Y surge entonces la angustia, como un despertar a la condición trágica del hombre.
La inmortalidad es la gran cuestión de que depende el sentido de nuestra existencia: "si el alma no es inmortal [...], nada vale nada, ni hay esfuerzo que merezca la pena". Tal es su "idea fija, monomaníaca", como dirá en el prólogo a Niebla (1914).
De ahí su "hambre de Dios", necesidad de un Dios "garantizador de nuestra inmortalidad personal". Pero la razón, por un lado, le niega la esperanza, aunque su corazón, por otro, se la imponga desesperadamente. Tales son los anhelos y los conflictos que le arrancan gritos tan angustiados como éstos:

¡Ser, ser siempre, ser sin término, sed de ser...! [...] ¡Ser siempre! ¡Ser Dios!

Años más tarde, Unamuno escribe La agonía del Cristianismo (1925). La palabra "agonía" está tomada en su sentido etimológico de "lucha":

Mi agonía, mi lucha por el Cristianismo, la agonía del Cristianismo en mí, su muerte y su resurrección en cada momento de mi vida íntima.

Tras estas palabras está su personal y heterodoxo Cristianismo: su apasionado amor por Cristo y su "querer creer".
Los mismos temas nutren buena parte de su extensa obra poética, que constituye una biografía de su espíritu, con sus anhelos y sus tormentas. Así es desde las Poesías de 1907 hasta el Cancionero póstumo, pasando por El Cristo de Velázquez (1920), en donde vuelca su pasión por Jesús. Su vigoroso temperamento explica el ritmo áspero de su lírica y su índole irreductible a cualquier moda del momento, por lo que no sería apreciada hasta años más tarde.
También le atrajo el teatro como género que le permitía la presentación directa de los conflictos íntimos. Es lo que intentó, con limitado acierto, en obras como Fedra, Sombras de otoño, El otro, etc.
Más interés ofrece su novela, género que Unamuno consideró idóneo para la expresión de los problemas existenciales. Por eso, tras una primera novela histórica o intrahistórica sobre la última guerra carlista (Paz en la guerra, 1897), se orienta hacia la presentación de conflictos íntimos (Amor y pedagogía, 1902). Desde entonces, y dejando ahora aparte las novedades formales que presentan sus "nivolas", los protagonistas unamunianos serán exactamente "agonistas", esto es, hombres anhelosos de "serse", que se debaten contra la muerte y la disolución de su personalidad. Así, en Niebla (1914), Agustín, el "ente de ficción", se enfrenta con el propio autor para gritarle: "¡Quiero vivir, quiero ser yo!", actitud paralela a los gritos que Unamuno lanzaba hacia su Creador.
Citemos otras novelas suyas, como Abel Sánchez (1917), Tres novelas ejemplares y un prólogo (1920), La tía Tula (1921), etc. Párrafo aparte merece, por su especial interés, San Manuel Bueno, mártir (1930).